17 dic 2010

Año 489: Malas Noticias Parte I

“¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mis palabras! Yo, Gaeldas el Bardo, os contaré las aventuras y desventuras de grandes héroes. Traedme una buena bebida, y os narraré de aquellos tiempos en los que los jóvenes caballeros retornaron a su hogar, esperando el merecido descanso del guerrero, pero sólamente encontraron malas noticias y traiciones. Y de cómo se enfrentaron a ellas, llevando a cabo hazañas de honor y grandes hechos de armas.¡Venid y acercaos he dicho! Pues así continúa su historia…”



El ejército britano desembarcó en el puerto de Hantonne, y lentamente, los caballeros fueron encaminándose a sus respectivas tierras. Los caballeros de Salisbury, junto con su señor, el Conde Roderick, pusieron rumbo a su condado, dispuestos a disfrutar de un merecido descanso tras sufrir los rigores de la guerra.

Tras pasar por Sarum y quedarse algunos días en la corte del Conde, comentando la negativa del Príncipe Madoc a seguir ayudando al pérfido Syagrius, los caballeros quedaron liberados de sus obligaciones por ese año, y seguidos por sus escuderos, partieron hacia sus tierras. Sir Gunner y Sir Langley, todavía heridos tras el asalto a Bayeux, se despidieron de sus camaradas, y fueron Garrick, Loic y su nuevo compañero, el joven Delivant, quienes continuaron el camino charlando animadamente.

De pronto, Sir Garrick avistó a un solitario jinete que se acercaba a ellos. Aunque en un principio no le dio importancia, una extraña opresión se aposentó en su pecho cuando reconoció al jinete. Era Terwid, su administrador. Picando espuelas, el caballero se puso al galope, temeroso de recibir malas noticias.


Garrick llegó a su altura justo en el momento en el que Terwid se derrumbaba, debido a sus heridas. Los caballeros rodearon al caído administrador, que luchaba contra la inconsciencia, tratando de informar a su señor.
Para consternación de los allí presentes, Terwid les informó que una banda de sajones había asaltado las tierras de Winterbourne Stoke, liberando al sanguinario Wulfhere y sus camaradas, los rehenes que los caballeros tenían en espera de rescate.


Los caballeros azuzaron a sus monturas, apurando su llegada a Winterbourne, dejando a su paso las señales del paso sajón. Cabañas quemadas, cadáveres y terror entre sus súbditos. Garrick bajó de un salto y penetró en su casa señorial. Allí, clavada en su sillón, un largo cuchillo sajón, con una nota escrita en un pésimo britano.

“Si quieres volver a ver a la perra sarnosa de tu hermana, deberás traer 5 caballos y 6 libras a Old Hill Lake.

Wulfhere Hacha Sangrienta”

La furia corría por las venas de Sir Garrick, más poco podía hacer, más que tratar de liberar a su familia. A todos les parecía extraño que tal partida incursora pasara de largo tantas tierras, para atacar únicamente las tierras de Garrick. Parecía que, el misterioso traidor del reino volvía a hacer de las suyas.

Garrick fue hasta Sarum, para solicitar ayuda al Conde Roderick, el cual se mostró apesadumbrado por la suerte de su caballero, pero no pudo hacer nada. Mientras tanto, Sir Loic partía hacia las tierras de su padre, donde reunió a los cabecillas de su familia, y con un apasionado discurso, les pedía apoyo en la empresa que iban a afrontar.

Sir Delivant solamente pudo hacer una cosa, ofrecer su espada para ayudar a su nuevo camarada, pero dicha ayuda no era poca, pues de todos era conocida su habilidad en el combate, tal y como había demostrado en las murallas de Bayeux.

Con un apasionado discurso, Sir Loic apeló al honor y la lealtad familiar. Y con tan buenas palabras habló, que su familia no tuvo más opción que aceptar su petición. Más de una docena de caballeros se sumaron a su causa, incluido el joven Eddard Rhun, un caballero nacido en Rydychan y armado caballero por Sir Roderick, que en esos tiempos estaba viviendo en las tierras de la familia de Loic.

Así pues, idearon un plan para liberar a la hermana de Garrick sin pagar lo exigido. Según este plan, Sir Garrick iría con su escudero, pero el escudero sería en realidad Sir Delivant. Además, Sir Gunner, Sir Loic, Sir Eddard y Sir Langley irían vestidos como campesinos, con las armas ocultas en uno de los carros. Uno de ellos llevaría un cuerno de batalla, y cuando hiciera falta, lo soplaría para que el resto de caballeros cabalgara hasta el lugar y los ayudara a eliminar a los sajones.

Era arriesgado, pero ni la cobardía ni la prudencia eran características que se identificaran a nuestros caballeros. Así que allí estaban ellos, contemplando con fijeza las puertas de madera del pequeño y semiderruido fuerte, que se abrían lentamente para comenzar el intercambio.






Continuará...

15 dic 2010

Año 488: El Asedio a Bayeux Parte 2

El rojo amanecer alcanzó la ciudad de Bayeux como una premonición de la sangre que se iba a derramar ese día. Con la llegada del alba, los caballeros salieron sigilosamente de su refugio al tiempo que las tropas del Príncipe Madoc lanzaban el asalto definitivo, encabezado por los infantes y los irlandeses, con el resto de tropas britanas esperando el momento oportuno para atacar.

Los caballeros que se habían infiltrado en la ciudad subieron a la muralla aprovechando tal distracción, y gracias a sus uniformes francos pasaron desapercibidos hasta alcanzar una sección fuertemente presionada por los britanos. Mientras los francos trataban desesperadamente de evitar que los atacantes abrieran brecha en sus defensas, los caballeros de Salisbury aprovecharon el momento, y se lanzaron como leones contra sus enemigos.

Al frente de la cuña, Sir Garrick y Sir Loic lanzaban tajos y lanzazos a diestra y siniestra, empujando, esquivando y golpeando en medio de la confusión. Tras ellos, dispensando muerte a cada paso, Sir Gunner y Sir Langley, avanzaban con furia contenida.

Una decena de cadáveres sembraban el suelo de las murallas antes de que los francos supieran que eran atacados por la retaguardia. Un oficial franco se percató del ataque y trató de avisar a sus tropas, pero en el caos de la batalla fue casi imposible. Sir Garrick clavó su acerada mirada en el rival, y salió a su encuentro, mientras sus camaradas le cubrían las espaldas acabando son sus guardianes.

El oficial lanzó un tajo horizontal, pero el caballero interpuso su escudo y detuvo el golpe, que se hincó profundamente en la madera. Garrick apartó el escudo y golpeó con fuerza, arrojando a su rival a tierra. Antes de que el franco pudiera moverse, la espada del caballero segó su vida.

Mientras tanto, a las afueras de la ciudad, el joven Sir Delivant sujetaba las correas de su escudo con nerviosismo. No por cobardía ni por nervios, sino por ser su primer combate de verdad. El guerrero contemplaba la cima de la muralla, la zona más encarnizada de la batalla, se percató de un posible hueco en las filas enemigas. Avisó a su líder de unidad, que parecía reacio a atacar, sabedor de que sería un asalto muy peligroso.

A pesar de las prisas de los caballeros, su líder, Sir Yggern, dudaba, temblando ostensiblemente, hasta que no tuvo otro remedio que desenvainar su espada y ordenar la carga con voz temblorosa. Delivant, junto a sus camaradas de armas, se abalanzó hacia la muralla, gritando enfervorecido.

De un salto, el joven guerrero pisó el rocoso suelo, sólo para encontrarse a un enorme franco que blandía su hacha contra él. Gritando furiosamente, el franco golpeaba una y otra vez, haciendo recular a Sir Delivant hasta que chocó espalda contra la muralla. Cuando su fin parecía próximo, el caballero se agachó, esquivando el tajo de su enemigo, y saltó hacia arriba, clavando su espada en la parte inferior de la mandíbula de su enemigo. Vociferando en su rostro, Delivan hincó con más fuerza su arma, mientras los chorros de sangre caliente empapaban su rostro y su sobreveste. Al final, de una patada, apartó el cadáver de su enemigo, y paseó su mirada entre los supervivientes, buscando otro rival.

Atrapados en dos frentes, los francos que protegían esa sección de la muralla no tardaron en caer. Aprovechando esta brecha, los britanos penetraron en la ciudad, atacando con salvajismo a los supervivientes francos que tantas bajas les habían causado.
Al final, el propio Madoc penetró en la ciudad. Con su espada “Segadora” en la diestra, y empuñando un estandarte en la siniestra, contemplaba la ciudad recién conquistada con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Se volvió hacia sus soldados, le exhortó a voz en grito:

–¡LA CIUDAD ES NUESTRA! –
Días después, los carros llenos de botín aún salían llenos de Bayeux, botín que se repartió entre los conquistadores, llevándose todos un buen pellizco. Los caballeros consiguieron varias libras, además de gran renombre. Como muestra de confianza, el Príncipe Madoc les encomendó la misión de proteger su pabellón de campaña, cosa que los caballeros hicieron con la diligencia que les caracterizaban.

Al amanecer del segundo día, trompetas y fanfarrias anunciaron la llegada del Pretor Syagrius, que llegaba al campamento engalanado al estilo romano, montando un caballo blanco y seguido de sus équites.
Desmontó y se acercó al príncipe que había salido a recibirlo con rostro adusto. El Pretor abrazó al heredero britano, alabando y agradeciendo su ayuda. Luego, exhortó a Madoc a partir, pues los francos tenían que ser derrotados definitivamente.

– No –

El silencio cayó sobre el campamento al escuchar la lacónica respuesta del príncipe, y la confusión se dibujó en el rostro del Pretor.
La duda dio paso a la furia, mientras el romano argumentaba que Uther había hecho una promesa, y recordándole las palabras del Pendragón. Pero la tajante respuesta de Madoc no dejaba lugar a dudas.

– Yo no soy mi padre – dijo mientras se daba la vuelta, dejando al Pretor con el rostro congestionado de ira, aguantando las sonrisas burlonas de los caballeros, cuya enemistad hacia el Pretor era más que patente tras su “traición”.

Perjurando en su idioma, el romano se dio la vuelta y partió con sus tropas. Tiempo después, llegarían a los oídos de los caballeros las noticias de su aplastante derrota. Pero ahora era tiempo de celebración, y los caballeros, cargando con un gran botín, embarcaron rumbo a su hogar, donde sus aventuras no habían terminado.

¿Qué era lo que les esperaba en las costas de su querida Britania? Pronto lo descubrirían…

1 sept 2010

Año 488: El Asedio a Bayeux Parte 1

Al amanecer de aquel día, el sol naciente teñía de rojo el firmamento, un oscuro presagio de lo que iba a ocurrir ante las imponentes murallas de la ciudad de Bayeux.

Los caballeros habían llegado al campamento a uña de caballo, con el corazón hirviendo en pura furia, ansiosos de venganza sobre el Pretor, que vilmente los había abandonado a su suerte ante un grupo de francos.

Mas su venganza debía esperar, pues el Príncipe Madoc aplacó su ira, prometiéndoles que tamaña ofensa no quedaría impune. De modo que, los jóvenes caballeros se encontraron formando en el ala derecha, comandados por Sir Roderick, junto al resto de caballeros de Salisbury, preparados para asaltar la importante ciudad, ahora en manos de los francos.

Oleada tras oleada, los infantes se arrojaban hacia la ciudad, portando escalas, y demás pertrechos de asedio, pero a pesar de su bravura y del apoyo de grupos de caballeros, no consiguieron abrir brecha. Y así terminó ese día, con el terreno que rodeaba la ciudad plagado de cadáveres, un auténtico festín para los cuervos.

Tras un segundo día infructuoso, los jóvenes caballeros comenzaron a pergeñar un plan casi suicida, en el que intentarían penetrar en la ciudad al amparo de la noche y utilizando el sigilo. Ciertamente era un plan complicado, y su elaboración necesitó de largas horas de preparación, pero al final presentaron su idea al Príncipe, enardecidos por la promesa de gloria y de botín.

Madoc, sin nada que perder, y mucho que ganar en caso de tomar la ciudad con prontitud, aceptó el plan, y comenzaron los preparativos. Todo se basaba en un señuelo, una estrategia que permitiera desguarnecer una sección para que algunos grupos de caballeros se colaran en Bayeux.

Se prepararon muñecos de paja y madera, ataviados con los pertrechos de los soldados. Empujados por infantes, y con la escasa luz nocturna, atraerían la mayoría de los disparos francos sin causar excesivas bajas. Al mismo tiempo, se intentaría un asalto en dos puntos de las murallas, usando los trebuchets y las armas de asedio.

La esperanza de los caballeros era que, con la confusión, nadie se percatara en los cinco enemigos que se acercaban a la muralla y trataban de trepar por ella.

La oscuridad de la noche se quebró con proyectiles incendiarios, y pronto estalló el caos. Los caballeros, haciendo gala de un sigilo y habilidad importantes, alcanzaron la muralla, cargando fardos con armas y ropajes. Allí, Sir Gunner, el más fuerte del grupo, trató de lanzar un garfio sobre la muralla.
Tras varios intentos infructuosos, el metálico garfio tuvo a bien sujetarse, y los caballeros subieron, aguantando la respiración ante el temor de ser sorprendidos.

Mientras terminaban de subir los fardos, Sir Langley escuchó como la puerta de la torre, a su derecha, comenzaba a abrirse, y una figura se recortaba en el umbral. Sin dudarlo un instante, el caballero se abalanzó cual jabalí embravecido, y saltó sobre su desprevenido oponente, apuñalándolo repetidas veces, mientras acallaba sus gritos con la mano.

Durante unos angustiosos instantes, los caballeros aguardaron, temiendo que hubieran sido descubiertos, pero no había sido así. Penetraron en la torre, y allí mismo, en las escaleras, comenzaron a vestirse con los ropajes que habían traído, arrebatados a cadáveres francos, y con los que pensaban engañar a sus enemigos en caso de ser descubiertos.

Allí, bajo la trémula luz de las antorchas, escucharon voces, enemigos que corrían, subiendo las escaleras para unirse a la batalla. Rápidamente, sin perder un momento, les tendieron una emboscada. Mientras dos caballeros esperaban tras la puerta, otros dos, ataviados a la manera franca, simulaban ver algo fuera de las murallas, mientras hacían gestos a los recién llegados para que se acercaran.

Sin sospechar nada, los francos se acercaron, pero lo único que encontraron fue la muerte, pues los caballeros, con la eficiencia que otorga la experiencia, acabaron con ellos en un santiamén. Luego, arrojaron los cadáveres hacia fuera, sin ningún miramiento, y procedieron a introducirse en la ciudad.

Teniendo en cuenta que los francos adoraban a dioses paganos, los caballeros se encaminaron hacia una iglesia cristiana, pensando que probablemente estuviera deshabitada, como así era. Encontraron el edificio, con los portones desvencijados, y penetraron en el silencioso edificio con precaución.

Los bancos amontonados, las figuras destrozadas y los tapices rasgados, mostraban el paso de los enemigos, pero ahora solamente quedaba el silencio. Un sobrecogedor silencio en el que los sonidos de sus pisadas parecían truenos a sus oídos.

Se acercaron al altar, donde se encontraba la figura del Sagrado Cristo colgado en la cruz, pero lo que allí hallaron era una nueva aberración. Habían arrancado al cristo de la cruz, y lo habían reemplazado por un sacerdote, que yacía sangrante, atravesado por mil heridas, en proceso de descomposición.

Incluso los caballeros paganos se sintieron horrorizados ante tamaña blasfemia, y Sir Gunner, cristiano, apretó las mandíbulas con fuerza, asqueado ante la barbarie que tenía ante sus ojos. Sin dudarlo un instante, decidió descolgar al sacerdote, otorgándole el reposo que se merecía.

Cuando se agachaba con el cadáver, tras la cruz, pudo ver lo que parecía una pequeña puerta, que al parecer había pasado desapercibida a los saqueadores. Cuando fueron allí a investigar, vieron que era la celda del sacerdote, y decidieron que era un buen lugar donde pasar lo que quedaba de noche, esperando al amanecer, momento en el que tendría lugar el ataque definitivo.

¿Qué aventuras y desventuras les esperaban en aquella alejada ciudad? Escondidos en aquella vieja iglesia, no podían imaginarlo…

20 ago 2010

Año 488: Traición en Tierras Francas

“¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mis palabras! Yo, Gaeldas el Bardo, os contaré las aventuras y desventuras de grandes héroes. Traedme una buena bebida, y os narraré de aquellos tiempos en los que los jóvenes caballeros cruzaron el mar, hasta el continente, para luchar contra los feroces francos. Y de las traiciones y batallas a las que tuvieron que hacer frente, llevando a cabo grandes hechos de armas.¡Venid y acercaos he dicho! Pues así continúa su historia…”

El invierno pasó tan rápido como siempre, y pronto los rayos del sol fundieron la blanca nieve en las tierras britanas. Los caballeros, algo más ricos que de costumbre, se encontraron nuevamente en el castillo del Conde Roderick, en Sarum, conversando sobre las últimas noticias que afectaban al Reino.
Allí, reunidos con la playa mayor del conde, se enteraron de la petición de ayuda que el Pretor Syagrius había solicitado al rey Uther para recuperar las tierras saqueadas por los francos del Rey Claudas. Al parecer, el monarca había aceptado ayudar al Pretor, y había dividido su ejército en dos. Mientras que una parte, comandada por el príncipe Madoc, partiría hacia el continente, la otra se quedaría acompañando al rey a arreglar ciertos asuntillos.

El conde les pidió a los caballeros su opinión sobre cómo actuar, y los jóvenes y valerosos guerreros, prefirieron viajar junto a Madoc, ante la perspectiva de botín. De este modo, los caballeros se encontraron nuevamente camino a la guerra. Viajaron al puerto de Hantonne, donde se encontraba el ejército, y lentamente los navíos britanos embarcaron hacia el continente.
Se estableció una base cerca de la playa, y los caballeros se encontraron realizando misiones de guardia, protegiendo el campamento ante eventuales asaltos francos. En una de estas rondas, los caballeros pasaron cerca de la tienda de Madoc, y allí escucharon varias voces, que discutían acaloradamente. Tras acercarse algunos de ellos, por si acaso ocurría algo, se oyó un fuerte golpe en una mesa, y la voz del príncipe que ponía punto y final a la conversación.

- ¡Basta! ¡Una ciudad o cuatro días! Y no hay nada más que hablar…

Temiendo haberse metido en situaciones que no eran de su incumbencia, los caballeros continuaron con su ronda como si nada hubiera pasado.

Al día siguiente, el sonido de unas trompetas anunciaba la llegada de alguien importante. Los caballeros se acercaron al tumulto, y vieron como llegaba el Pretor Syagrius, un hombre moreno y enjuto, de rostro patricio, ataviado a la manera de los antiguos romanos. Junto a él, sus tropas lo flanqueaban, impolutos y brillantes, dispuestos como si fueran hacer un desfile.
El pretor se apeó de su montura y abrazó al príncipe, pero no antes de que los caballeros se percataran de la fría mirada de desdén que dedicaba al ejército britano. Tras reunirse con el pretor, los caballeros fueron llamados a la tienda de Madoc, donde se les informó que actuarían como escoltas para Syagrius, quedando bajo sus órdenes durante el viaje.

El viaje transcurrió sin problemas, a pesar de la reticencia de los jóvenes guerreros. Llegaron a una aldea grande, en busca de aliados para la causa del Pretor, y al día siguiente se encaminaron hacia el campamento nuevamente.

En ese momento, se percataron de que tras una colina, se elevaba una columna de humo. Uno de los jóvenes espoleó su montura, y alcanzó la cima de la colina, justo para encontrarse frente a un grupo de francos que, con las alforjas llenas de botín saqueado, cabalgaba hacia ellos.

Aunque trataron de dialogar, los francos reconocieron el estandarte del pretor, y anticipando un jugoso rescate, se dispusieron a atacar. Los caballeros se pertrecharon para defenderse cuando el pretor se dirigió hacia ellos.

- Britanos… - dijo, con su eterno gesto de superioridad -. Cubrid mi retirada. – tras lo cual, espoleó su caballo, y partió con sus soldados, dejando atrás a los pocos britanos que iban en el séquito, que se debatían entre su deber de obedecer una orden de un superior, y el tremendo odio por el pretor que inflamaba sus corazones ante tamaña traición.

Pero poco tiempo tuvieron para tribulaciones, puesto que pronto los francos cargaron colina abajo, empuñando sus afiladas armas. Se separaron en dos grupos, tratando de frenar el impulso enemigo, y chocaron con violencia contra los enemigos.


Quizá los francos esperaran un blanco fácil, era obvio que no conocían a quien se enfrentaban. Únicamente Sir Loic no pudo lucirse en la batalla, pues durante la batalla, al adelantarse temerariamente, recibió un duro golpe que dio con sus huesos en tierra, inconsciente.

Los demás caballeros se sumergieron en un maremagnum de golpes, tajos, estocadas y heridas, de borbotones de sangre y gritos de agonía. Cada golpe recibido fue respondido por diez, y por cada britano caído, varios francos lo acompañaron.

Nunca supieron cuanto tiempo duró la lucha, quizá unos minutos, quizá horas, pero cuando por fin los francos se retiraron, los caballeros apenas se mantenían en pie. Sir Gunner vociferaba, gritando contra sus enemigos, embadurnado en sangre, mientras Langley y Garrick se aferraban a las riendas de sus monturas para no caer.

Trataron a los heridos, y antes de que llegaran los cuervos carroñeros, y temiendo la llegada de nuevos enemigos, los caballeros partieron hacia el campamento, en busca de la venganza que sus almas reclamaba.

¿Qué gloriosas aventuras les esperaban en aquellas tierras desconocidas?

9 jul 2010

Año 487: En Tierra Enemiga Parte 2

Los victoriosos navíos britanos surcaban las embravecidas aguas que bañaban las costas, comandados por El Puño de Britania, el barco del propio Príncipe Madoc, en el que viajaban nuestros jóvenes caballeros.

El pequeño ejército pensaba desembarcar cerca de Dover, pues sabía que allí encontraría la flota de los Jutos, que dominaban aquella parte del país, arrasando los territorios que antaño pertenecía a los britanos.

Echaron el ancla en una pequeña cala, y lentamente, los caballeros fueron desembarcando, acompañados por el centenar de infantes que lucharían a su lado. Madoc, montado en su caballo de guerra blanco, Tempestad, daba órdenes y animaba a sus soldados, recordándoles el duro golpe que asestarían al invasor sajón.

Los caballeros se acercaron al campamento enemigo, y sin pensárselo un solo instante, cargaron colina abajo, intentando arrasar las defensas sajonas. La pendiente hacía que fuera difícil controlar las monturas, pero nuestros valerosos guerreros no se arredraron, y nuevamente se hincaron con furia en el muro defensivo, tajando, cortando y golpeando, haciendo brotar la sangre a chorros.

Pronto aquel verde pasto terminó pisoteado y ensangrentado, cubierto de cadáveres que no verían un nuevo amanecer. Sir Garrick lideraba nuevamente la batalla, pues su buen hacer no había pasado desapercibido, y el príncipe Madoc, recordando los estragos que los jóvenes caballeros habían causado en las batallas anteriores, los mantuvo a todos en la misma unidad.

Los caballeros lucharon con valor, pero esta vez, los dioses de la guerra no estaban con ellos. Sir Gunner, el Oso de Salisbury, fue el primero en ser desmontado debido a un lanzazo enemigo, cayendo pesadamente al suelo. Los sajones se abalanzaron contra él, pensando que sería una presa fácil, pero estaban equivocados, pues Gunner, rugiendo como el animal que le daba nombre, se alzó con rapidez, balanceando su afilada hacha en arcos mortíferos.

Sir Langley fue el siguiente en caer, defendiéndose como un león, hasta que llegaron los infantes aliados, y pudo luchar junto a ellos, a pesar de sus infructuosos intentos de liderar una unidad. Sir Garrick combatió bien, aunque también fue herido varias veces, solamente Sir Loic, el Caballero Juramentado, salió indemne del combate, que tras un largo tiempo, finalizó con victoria britana.

Los jóvenes caballeros recomendaron a su señor la posibilidad de utilizar los barcos capturados para realizar algún tipo de estratagema contra los sajones. A pesar de las reticencias iniciales del Príncipe Madoc, al final los barcos sajones partieron amarrados a los britanos.

En la ruta que Madoc había pensado, el siguiente destino era navegar por el Blackwater River, hasta llegar a Maldon, donde tratarían de infligir el último golpe a la flota sajona. Teniendo en cuenta las pérdidas que había tenido en anteriores escaramuzas, el príncipe no quería un enfrentamiento con las tropas de Maldon, superiores en número, por lo que solicitó la presencia de sus caballeros de confianza para idear algún tipo de estratagema.

Las conversaciones fueron largas y tediosas, pero al final, los jóvenes caballeros se ofrecieron como voluntarios para un plan arriesgado. Se dividirían en dos grupos, en uno de ellos, Sir Langley y Sir Garric, acompañados de Sir Mark, un joven caballero del condado de Jagent. En el otro, Sir Gunner y Sir Loic, junto con Sir Cador, de Silchester.

Cada uno de estos grupos asaltaría las torres de vigilancia construidas en la rivera del río, las encargadas de dar la alarma a la ciudad en caso de asalto. Una vez estuvieran bajo control, se intentaría llegar a los barcos sin ser descubiertos, e inutilizarlos.

Sir Loic trató de ser sigiloso, pero por una vez, los nervios le fallaron y fue descubierto por los vigías. Rápidamente Sir Gunner salió a la luz, y aprovechándose de su apariencia sajona, trató de engañar a los vigías, lo suficiente para cogerlos por sorpresa.

Cuando se inició el asalto, el valeroso Gunner se aferró a ambos combatientes, dando tiempo a sus camaradas para subir a la torre, aunque fue ferozmente acuchillado en el proceso y cayó inconsciente. Su acto heroico sirvió para que sus camaradas consiguieran rendir la torre de vigilancia.

En el otro lado, las cosas no salieron tan bien como debían. Los caballeros asaltaron la torre, y se enfrascaron en un cruento combate, pero con infructuoso resultado. Tanto Langley como Garrick fueron derrotados, y el joven Sin Mark se vio enfrentado a tres sajones sonrientes, que se disponían a dar la alarma.

Nadie contaba con la valentía del caballero, que se arrojó sin dudarlo sobre los sajones, y antes de que estos reaccionaran, acabó con dos de ellos con dos certeros tajos. Pero a pesar de su arrojo y pericia, no pudo derrotar al último de los sajones, que lo dejó inconsciente.

El enemigo avanzó hacia los caballeros caídos, y alzó su arma, dispuesto a acabar con su vida, dio un paso… y una jabalina se hincó en su cuello, clavándolo directamente en la madera. Sir Cador, en un certero lanzamiento ¡¡había alcanzado al sajón desde la otra orilla del río!! Tal demostración sería motivo de leyendas, sin dudarlo…

Lo ocurrido después, los valientes caballeros lo supieron por los relatos de sus camaradas, pues ellos se hallaban convalecientes de sus heridas, y Sir Loic, nuevamente el único caballero intacto, los acompañaba. La intención del príncipe era tomarse un descanso más al norte, pero aún habría tiempo para que los caballeros mostraran que estaban hechos de la misma pasta que los héroes de las leyendas.

Mientras navegaban sufrieron el asalto de los restos de la flota sajona. Los britanos se aprestaron a defenderse como pudieron, Sir Loic subió a la cubierta, armado con su refulgente lanza, con la mirada al frente y el cabello ondeante, desafiando a los sajones a subir a su barco.

En ese momento escuchó un ruido a su espalda, miró hacia atrás, y una sonrisa se dibujó en su rostro. De las bodegas del barco, envueltos en vendajes ensangrentados, empuñando sus armas, tambaleantes pero orgullosos, los guerreros se unieron al Caballero de la Lanza para una última resistencia.

Lo único que podemos decir de esta batalla, es que esa noche, los peces cenaron carne de sajón…


5 jul 2010

Año 487: En Tierra Enemiga Parte 1

El día se presentaba nuboso cuando los caballeros, montados en sus vigorosos corceles, partieron hacia Hantonne acompañando al Príncipe Madoc. Junto a ellos cabalgaban multitud de caballeros jóvenes, ansiosos de botín y gloria, bromeando y riendo a costa de los incautos sajones a los que iban a saquear. Los preparativos fueron minuciosos pero efectivos, y pronto tres navíos pertrechados para la guerra partieron hacia el este siguiendo la costa.
El viento marino henchía las velas, y la sal mojaba los labios de los caballeros, poco habituados a las aguas que bañaban las orillas de Britania, pero aún así, sus ojos brillaban con la anticipación de la batalla. Pronto alcanzaron su destino, cerca de Devensey, donde, al rodear un promontorio, pudieron ver los navíos del propio rey Aelle en la orilla, siendo reparados.

Los sajones, al avistar los barcos britanos, dieron la alarma a la fortaleza cercana, y comenzaron a aprestarse para el combate. Los britanos desembarcaron, y pronto se pusieron en formación. Sir Madoc, recordando las dotes estratégicas que Sir Garrick había demostrado en Mearcred Creek, le otorgó el mando de un batallón, el situado en el flanco izquierdo, dónde se encontraban el resto de sus camaradas. Mientras tantos, los sajones habían formado una línea de defensa, un muro de escudos improvisado pero valeroso, dispuestos a vender cara su derrota, sabiendo la importancia que los navíos tenían para los intereses del Bretwalda Aelle.

Sir Madoc alzó el brazo, y los corceles de batalla se pusieron en marcha. Los poderosos cascos hollaban la fina arena de la playa, atronando a su fulgurante paso. El sudor corría por la espalda de los caballeros, sus gargantas abiertas en un ronco grito de furia, la lanza aferrada con fuerza mientras se abalanzaban contra sus enemigos, convertidos en un muro indistinguible de vociferantes sajones.


El impacto fue brutal, como el de un millar de árboles cayendo al unísono, y por encima del rumor del oleaje se escuchaban los relinchos de las monturas, los gritos de agonía y las imprecaciones de los combatientes. El batallón de Sir Garrick, guiado con habilidad, se incrustó entre los enemigos como la hoja de un cuchillo cortando mantequilla. Garrick impactó a un sajón con su lanza y lo lanzó por los aires, secundado por el Oso de Salisbury y Sir Loic el Caballero Juramentado, que solamente dejaban la muerte tras su paso.

Pero sin duda, no hubo mayor guerrero ese día que Sir Langley, cuyo odio por el perro sajón inflamaba sus venas como si fuera lava volcánica. Quien los veía luchar pensaba que los ejércitos divinos habían tomado forma humana, destrozando enemigos a diestro y siniestro.

Sir Garrick, espoleando a su montura, lanzaba tajos a sin parar, mientras llevaba a su batallón hacia lo más encarnizado de la batalla, empapado en sangre sajona. A su vera, el Oso de Salisbury hacía honor a su nombre, y parecía una bestia empuñando su decorada hacha, cercenando enemigos como un carnicero.

El Caballero Juramentado, sin más protección que su armadura y su habilidad, movía su refulgente lanza como si fuera una avispa, alanceando una y otra vez al enemigo. Y Sir Langley, completamente poseído por el furor de la batalla, partía enemigos por la mitad de un solo golpe, como las leyendas de los antiguos héroes.

Durante unos momentos se mascó la tragedia, pues el batallón parecía que iba a ser rodeado, pero nadie podía aguantar a semejantes héroes luchando de esa forma, y al final, quebraron la línea defensiva, arrasando a los pocos sajones que se les enfrentaban.

Sin perder un segundo, Sir Garrick dirigió a sus hombres hacia los barcos, eliminando los soportes que los sujetaban hasta que cayeron de costado, y luego prendiendo fuego a la madera, no sin antes recoger uno de los estandartes del rey Aelle como botín de guerra. Los sajones, huyendo en desbandada, se refugiaron en la fortaleza, un pequeño castillo de montículo y patio de armas, pero el Príncipe Madoc no quería perder el tiempo, y tras saquear a los cadáveres, ordenó partir de nuevo.

El príncipe, que como el resto de su ejército, había visto la carnicería que los caballeros habían causado en las hordas bárbaras, llamó a los héroes a su barco, el Puño de Britania, incluyéndolos en su plana mayor y confiándole sus planes a corto plazo.

Los navíos surcaron las aguas nuevamente, en busca de nuevos enemigos…

29 jun 2010

Año 487: El Banquete de la Espada

Este año, la Corte del Rey Uther se trasladaba a Salisbury, y el personal del Castillo de Sarum se hallaba agitado ante la presencia del monarca. El Conde Roderick se hallaba ocupado con los preparativos, con la intención de agasajar a su señor de la mejor forma posible, y por ello, los caballeros, convertidos en la comidilla de los cortesanos del condado, apenas lo veían.

Lentamente iban llegando los caballeros y grandes nobles aliados de Uther, y por fin, una soleada mañana, se pudo distinguir a lontananza el enorme séquito del Pendragón. Montaba un hermosísimo corcel, de gran alzada y finas líneas, blanco como la nieve, y sus vestiduras podrían hacer sonrojar a los caballeros, a pesar de sus flamantes ropas nuevas. Junto al monarca, cabalgaba su hijo, el Príncipe Madoc, no menos impresionante que su progenitor, del que había heredado su fiera mirada y anchura de hombros, departiendo con sus camaradas de armas.

La recepción fue fastuosa, y al anochecer se celebró un gran banquete, en el que los caballeros estuvieron presentes, aunque alejados de tan poderosos y nobles señores. Tras interminables rondas de comida y bebida, a cual mejor manjar, comenzaron los tradicionales regalos entre los señores. Los nobles fueron desfilando ante el monarca, presentándole sus dádivas. El propio Conde Roderick se acercó a Uther y le entregó un hermoso yelmo, decorado con dos osos de color blanco, fabricado en las lejanas tierras de Noruega.

Tras una larga ceremonia, en la que Sir Garrick aprovechó para conversar animadamente con Lady Adwen, la rica heredera que estaba siendo objetivo de sus galanterías, fue el turno del Príncipe Madoc. A una señal suya, entraron unos hombres portando pesados cofres, los cuales depositaron en el suelo. Uno contenía oro y plata, el otro, rebosaba de brillantes joyas, y el último, tenía sedas, telas y mantos de calidad exquisita. Era el botín obtenido de los sajones. El Rey Uther, complacido, reparte casi sin mesura, y todos en la corte reciben su premio, incluso los jóvenes caballeros obtienen varias monedas de plata.

-¿Nada más? Pero si tiene tres cofres llenos…- Sir Garrick, alabando la largueza y generosidad de Uther.

En ese momento, las puertas del gran salón se abren, y heraldo anuncia la llegada del Sabio Merlín, Archidruida de Britania. El druida entra en la sala, caminando con paso firme, su cayado de serbal golpeteando el suelo de la estancia. Una sonrisa divertida se insinua entre su barba entrecana, y sus extraños ojos dorados contemplan a la multitud con alegría.

- ¡Adelante, Sabio Merlín! ¡Siempre sois bienvenido a mi lado, Archidruida y Bardo de Britania! – exclamó Uther con sus potente voz.
- Veo multitud de regalos aquí – respondió Merlín -. Regalos sin duda dignos de un gran hombre. Pero vos no sois como el resto de los hombres, Uther. – continuó mientras giraba, dirigiendo su voz estentórea a todos los rincones de la sala.

A pesar de que no hablaba alto, todos los presentes, desde el primero hasta el último, escuchaban con claridad las palabras del druida.

-Vos sois Uther Pendragón, Monarca de Britania, y sin duda nadie ha alcanzado más alta dignidad, ni siquiera los Emperadores de Roma. Un hombre de tal valía, un hombre que puede poner paz en nuestra buena tierra, se merece un presente aún mayor…

Un revoloteo de su capa, y donde antes estaban las manos vacías de Merlín, se encontraba ahora una hermosa espada, con guarda de oro y brillantes, y una vaina igual de impresionante, una espada que los jóvenes caballeros conocían muy bien. El sabio druida sujetó la espada por la vaina, ofreciéndosela a Uther, que con mano trémula, acercó sus dedos a la empuñadura. Tras un instante de duda, la desenvainó, y un brillo dorado inundó la estancia, al tiempo que la voz del Bardo de Britania se hacía escuchar.

- ¡HE AQUÍ A EXCÁLIBUR, LA ESPADA DE LA VICTORIA! –

El monarca se llevó la espada hasta sus labios, para besarla con reverencia, y luego dirigió su mirada a los allí presentes.
- Con esta espada en mis manos, ninguno de mis enemigos podrá oponerse a mí. – susurró Uther.
- Lo único que debes hacer es actuar siempre con justicia – le respondió Merlín.
- Creo que es el momento de visitar a unos viejos amigos – dijo Uther con una sonrisa, ante la algarabía general.

A continuación, Merlín llamó a los jóvenes caballeros, que le habían ayudado a conseguir la espada, y les ofreció relatar dicha historia, lo cual procedieron a hacer con indudable gracia, en una narración coral que impresionó a los cortesanos.

Al día siguiente, el Conde Roderick reunió a sus caballeros, y les informó que el Rey Uther se iba a dirigir al norte, a visitar a algunos caballeros poco leales, pero que su hijo Madoc estaba reclutando voluntarios para saquear los territorios sajones del este. Como la mayoría de los jóvenes hambrientos de gloria y botín, los caballeros decidieron que acompañarían al Príncipe Madoc.

Se aprestaban las espadas, se ajustaban la armadura, pronto correría la sangre...

19 jun 2010

Año 486, El Retorno al Hogar

Los rayos del sol caen con indolencia sobre las cristalinas aguas del lago, mientras los caballeros se despiden de Merlín Emrys, el Archidruida de Britania, que antes de irse les dedica unas palabras, pues conoce el papel desempeñado por los heroicos guerreros en la lucha contra los bandidos del bosque.

- Sabéis que si queréis acabar con una serpiente, debéis cortar su cabeza. Y esa serpiente se enrosca mucho más cerca de lo que creéis, clavando sus colmillos llenos de veneno, en lo más profundo de vuestro hogar. ¡Tened cuidado, honorables caballeros!-

Y mientras se perdía entre la floresta, su voz se escuchó una vez más.

- ¡Por cierto, quizá cuando volváis, las cosas no estén igual que cuando os fuisteis!

Y así, los jóvenes caballeros se quedaron solos de nuevo. Sir Loic, maravillado ante los portentos que había presenciado, y haciendo honor a sus creencias paganas, da varios pasos en el interior del mágico lago y hace un juramento.

El joven coloca su escudo sobre la superficie líquida, y se lo ofrece a la Dama, pidiendo su bendición y protección. El pesado escudo flota sobre el lago, sin hundirse, ante los ojos fascinados de los allí presentes, y alcanza el centro del lago, donde se hunde. Fuera lo que fuera, la ofrenda había sido aceptada. A partir de ese momento, Sir Loic se había un nuevo sobrenombre: El Caballero Juramentado.

Tras un corto debate, en el que los caballeros trataban de interpretar las crípticas palabras de Merlín, avanzaron por el sendero iluminado, el camino que los llevaría a casa. Cuando coronan la cima de una colina, a lo lejos, pueden ver ¡¡El Castillo de Sarum!!

Asombrados, no se explicaban cómo, si estaban llegando a Ebble, podían haber alcanzado Sarum en tan corto espacio de tiempo… y no sólo eso. Además, Sir Gunner se percató que, si bien cuando ellos combatieron el gigante era plena primavera, ahora las hojas de los árboles caían, muertas, como en Otoño.

La duda prendió en el corazón de los caballeros, pues unos abogaban por la prudencia, y otros por presentarse ante el Conde Roderick. Al final, se acercaron a la ciudad, donde fueron informados que, tal y como sospechaban, el tiempo había pasado de forma extraña mientras vagaban por el Otro Mundo, y ya hacía varios meses que se los había dado por desaparecidos.

Tras la narración de sus hazañas, el Conde Roderick decretó que esta noche celebrarían un banquete en su honor, durante el cual, los Caballeros deleitaron a la corte con una narración conjunta, además de tener el honor de sentarse cerca del conde, cuya mujer, la Condesa Ellen, se hallaba enfrascada en una discusión teológica con el Obispo Roger.

Al finalizar la fiesta, el Conde les regaló a sus caballeros unas nuevas cotas de malla decoradas, en sustitución de las suyas, que estaban bastante dañadas debido a los combates. Con palabras de agradecimiento, los caballeros se retiraron a sus señoríos a pasar el invierno.

7 jun 2010

Año 486, La Aventura de la Espada


“¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mis palabras! Yo, Gaeldas el Bardo, os contaré las aventuras y desventuras de grandes héroes.Traedme una buena bebida, y os narraré de aquellos tiempos en los que los jóvenes caballeros fueron testigos de prodigios y encantamientos.De cuando ayudaron al sabio Merlín en la fabulosa Aventura de la Espada, combatiendo gigantes y peligros sin fin, y llevando a cabo grandes hechos de armas.¡Venid y acercaos he dicho! Pues así continúa su historia…”
El Invierno alcanzó Britania, y con la llegada de su frío soplo, los caballeros retornaban a sus hogares. Tras el resultado incierto de Mearcred Creek, los guerreros se enteraron de la aplastante derrota que el Duque Lucius de Caercolum había recibido a manos de los sajones desembarcados en el este, con lo que los ánimos no fueron los mejores.

Durante todo el invierno los caballeros hicieron acto de presencia en la corte de su señor, donde un rumor comenzó a adquirir cierta importancia, una embarazosa historia que afectaba al hermano de Sir Langley y a la hermana casada de Sir Garrick, pero la conversación entre ambos caballeros no profundizó demasiado en el tema.

- ¿Mira, qué pasa con tu hermano? – Sir Garrick, investigando la verosimilitud de los insidiosos rumores.

En ese tiempo, las noticias de provechosos saqueos en tierras sajonas llegaban a los oídos de los ardorosos guerreros, que se frotaban las manos con la esperanza de ganar gran gloria, infligir un castigo a los sajones, y sobre todo, ganar algo de botín que sufragara sus inminentes gastos.

En la corte de Sir Roderick, el caballero Sir Garrick continuó galanteando a la bella Lady Adwen, pero al parecer su ardor caballeresco no era aún suficiente para impresionar a la dama. El joven señor de Winterbourne Stoke se encontraba con un escollo insalvable de momento: el dinero.

- ¿Una libra? ¿Pero esta mujer que se ha creído que soy? ¿El rey? – Sir Garrick, asombrado al conocer el precio de su amor.

Por fin, el Conde Roderick les confió sus planes para este año, y la decepción hizo mella en los caballeros. Temeroso de posibles represalias de los sajones, el conde prefirió mandar a los caballeros de patrulla, para evitar posibles incursiones en las fronteras de Salisbury.

De este modo, los cuatro caballeros se vieron cabalgando hacia el sur, hacia el castillo de Ebble, donde pasarían, dios mediante, gran parte de su tiempo.

Mientras avanzaban por el sendero, se encontraron con un anciano encorvado, apoyado en un retorcido cayado, que se plantó delante de ellos suplicante. Los caballeros, suspicaces por naturaleza, desconfiaron de tal anciano, pero escucharon lo que tenía que decirles.

El viejo les contó que su Mary, la mula que lo llevaba al pueblo, se había asustado y huyó colina arriba, hasta meterse entre la vegetación que invadía unas viejas ruinas. Tras muchas dudas, al final Sir Garrick y el Oso de Salisbury decidieron ayudar al viejo, mientras el resto de caballeros se quedaban en el camino.

Cuando Garrik alcanzó lo alto de la colina, atravesando el follaje, llegó a un pequeño claro donde la mula se había atascado, al enredarse sus riendas entre las ramas. El caballero acercó su montura al animal, pero en ese mismo instante, el tronco de un árbol pareció derrumbarse sobre la mula, partiéndole el espinazo entre rebuznos de agonía.

El suelo temblaba, y un enorme rugido espantó los pájaros de los árboles. Las ramas se partieron cuando el enorme corpachón grisáceo de un gigante de tres ojos apareció en el claro, y el tronco que parecía derrumbado no era más que el arma de la criatura, que lo empuñaba como si de una porra se tratara.

El gigante, sin perder un segundo, arrancó una roca del suelo y la arrojó contra el caballero, que logró interponer el escudo a tiempo, evitando un golpe mortal. Sir Gunner, se abalanzó hacia el claro, y sin un ápice de temor, con sus venas ardiendo de furia guerrera, atacó sin dudarlo.

Más el gigante fue aún más rápido, y balanceando su tronco, impactó contra el caballero, desmontándolo con fuerza. Sir Langley que se acercaba al lugar de la batalla, vio caer al Oso de Salisbury como si un proyectil fuera, con el escudo abollado, la cota de mallas reventada y la sangre brotando de su cuerpo, indudablemente herido de muerte.

El Caballero de la Lanza clavó espuelas y pronto todos luchaban contra el gigante, que lanzaba terribles golpes contra Sir Garrick. Sin duda el destino, la suerte, y la habilidad del guerrero lo libraron de una muerte segura, mientras los demás herían una y otra vez al gigante, aunque ninguno de sus golpes era mortal.

El combate se alargó, el cansancio se empezaba a apoderar de los guerreros, que seguían sin poder acabar el combate. Mientras tanto, Sir Gunner notaba como la vida se escapaba de su cuerpo. El dolor era insoportable, el respirar era un infierno, y su vista se nublaba sin cesar.

Notó un movimiento, abrió los ojos, y pudo contemplar al anciano, que lo miraba con compasión, una sonrisa dibujada en sus resecos labios. El anciano puso las manos de huesudos dedos en las sienes del caballero caído, y dijo algo con un susurro.

- Aún no ha llegado tu hora, valiente caballero…-

Una calidez llenó por completo a Sir Gunner, que contemplaba extasiado como sus heridas habían desaparecido. Un millón de preguntas pugnaban por salir de los labios del caballero, pero el anciano negó con la cabeza.

- Pronto llegarán las respuestas, Sir Gunner, ahora tus amigos te necesitan. –

Cuando Sir Langley, que cabalgaba hacia su escudero para hacerse con una lanza, vio al Oso de Salisbury, ensangrentado y con la armadura mellada, pero corriendo a la batalla, sus ojos se abrieron como platos por la sorpresa, pero no tenía tiempo que perder, y continuó la eterna batalla.

Por fin, después de un largo rato, el gigante cayó como si fuera una montaña, haciendo retumbar el suelo con su enorme corpachón. En ese instante, unos aplausos llenaron el repentino silencio del claro, mientras el anciano que los había conducido hasta allí se acercaba riendo.
Los caballeros, extrañados, demandaron al anciano, que ya no caminaba encorvado, que les revelara su nombre. Sir Loic incluso le apuntó con su lanza amenazante.

- No hay necesidad de estas cosas, caballero – dijo el anciano. Apartó la punta de la lanza con desdén, y se quitó su andrajosa capa con un revoloteo. Cuando Loic miró su arma, vio que era un simple palo de caminante, y donde se hallaba un anciano, se encontraba un hombre en la plenitud de su vida, de cabello negro y barba recortada.

Sólo una persona era capaz de esgrimir esos poderes mágicos con tanta facilidad, y esa persona no era otra que el sabio Merlín, el Archidruida de Britania.

Merlín, con una sonrisa, se dirigió a ellos con palabras amables.

- Habéis pasado la prueba, amigos. Ahora, reclamo vuestra habilidad para una importante tarea, de cuyo éxito dependerá el futuro del reino. Si me acompañáis, deberéis dejar a vuestros caballos y escuderos aquí, pues no pueden seguirnos allá donde vamos. –

Tras pronunciar estas palabras, se introdujo en el bosque a buen ritmo, apoyado en su hermoso bastón de serbal, con un halcón tallado en la punta. No hay que decir que los valientes caballeros aceptaron la misión que se les presentaba, maravillados ante la posibilidad de presenciar prodigios sin par.

Avanzaron por un sendero entre la vegetación, apenas un camino de animales, pero que parecía brillar de forma especial. La luz que se colaba entre las ramas iluminaba las hojas y las flores, que parecían tener los colores más vivos, brillar con más intensidad que nunca. El sendero cambiaba según avanzaban, y si miraban atrás solamente había más bosque, el camino parecía haberse desvanecido.

Por fin, alcanzaron un lago, de aguas frías y cristalinas, donde la bruma avanzaba sinuosa por la líquida superficie. Allí, a su orilla, Merlín se volvió a dirigir a ellos.

- Ahora caballeros, solicito vuestra protección, pues necesito tiempo para obrar mis encantamientos. Estad atentos, pues de vosotros depende el destino de Rey y de Britania. –
Dicho esto, se volvió hacia el lago, con los ojos cerrados, y comenzó a murmurar palabras en un idioma desconocido.

Casi en ese momento, se escuchó un galope a lo lejos, y los caballeros se aprestaron para defender al druida, que estaba inmerso en su magia. El cabalgar se acercó más y más, hasta que entre el follaje salió un jinete empuñando dos espadas.

Los caballeros pensaban que se enfrentaban a un hombre, pero pronto se dieron cuenta de su error cuando, al acercarse vieron que jinete y montura formaban un solo ser, construido de algas, limo y ramas. De pronto, dos brazos más brotaron del torso de la criatura, que se enfrentó a los cuatro caballeros sin dificultad.

La lucha fue breve pero encarnizada, y los caballeros pronto lograron abatir a la bestia, que se deshizo en algas y barro con un sonido asqueroso. Merlín finalizó su canto y entre las brumas surgió una barca, construida en madera blanca, que navegó sola hasta la orilla, como si esperara por ellos.

Todos embarcaron, y de nuevo, sin mano que la dirigiera, el blanco navío surcó las tranquilas aguas, hasta la zona central del lago. Mientras navegaban, unas criaturas anfibias, con las bocas erizadas de dientes, les atacaron, pero consiguieron acabar con ellos sin dificultad.
Repentinamente, las aguas volvieron a la normalidad, y la barca se detuvo por completo.

Un rayo de luz cayó sobre el lago, y durante unos momentos, pareciera que se escuchara una música angelical. La superficie líquida fue quebrada y un delicado y pálido brazo femenino surgió, empuñando la espada más hermosa que aquellos hombres jamás habían visto.

Merlín recogió aquel regalo, envolviéndolo en un paño de seda roja, y volvieron a la orilla. Allí, agradeció su ayuda, y desapareció, dejando a los caballeros solos, prestos a volver a Sarum para contar al Conde lo extraordinario de su aventura.

25 may 2010

Año 485. La Batalla de Mearcred Creek


“¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mis palabras! Yo, Gaeldas el Bardo, os contaré las aventuras y desventuras de grandes héroes.

Traedme una buena bebida, y os narraré de aquellos tiempos en los que los jóvenes caballeros fueron la pesadilla del invasor sajón.

De cuando combatieron en Mearcred Creek, regando el campo de batalla de sangre enemiga, y llevando a cabo grandes hechos de armas. ¡Venid y acercaos he dicho! Pues así continúa su historia…”

Los caballeros se habían quedado sorprendidos al ver al Conde reunido con todos sus hombres de confianza y ataviados para la guerra. Pronto, su señor los puso al día.
Al parecer, el Rey Uther había convocado a sus tropas para atacar a los sajones del sureste de Britania, aquellos comandados por el Bretwalda Aelle. El ejército de Llogres se había reunido a escasa distancia de Sarum, y los caballeros tenían que pertrecharse para el combate y reunirse con las tropas lo antes posible.

En ese momento, el chambelán de Sir Roderick abrió las puertas de la gran sala, anunciando a un nuevo caballero. Era nada menos que Sir Gunner, el Oso de Salisbury, el cual, ya recuperado de sus heridas, respondía a la llamada de su señor con la presteza acostumbrada.

Cuando el enorme caballero entró, con su hacha adornada al cinto, su cabello rubio ondeando y la capa hecha de la piel del oso que había matado en Imber, un murmullo se levantó entre los caballeros del Conde, sobre todo por la parte de Sir Amig, el Asesino de Sajones, pues Gunner era la viva imagen de aquellos a los que iban a combatir.

Sir Langley, cuyo odio por los sajones era casi tan elevado como el del Castellano de Tilshead, sumó su descontento a las quejas de Sir Amig.

- Ya nombran caballero incluso a los perros…- Sir Langley, haciendo amigos.

Durante unos instantes pareció que las palabras iban a dar paso a las armas, pero afortunadamente, la intervención del Conde apaciguó los ánimos, al menos temporalmente. Una vez terminada la reunión, la mayoría de los caballeros se fueron a prepararse, pero nuestros valientes héroes se quedaron allí, sobre todo, al ver que la Condesa Ellen, acompañada de varias mujeres en edad casadera, habían entrado en el salón.

Sir Jaradan, la Espada del Condado, se acercó al grupo de mujeres, y se inclinó con una floritura, solicitando con educación y gracia las bendiciones de las damas antes de partir al combate. Éstas, entre risas, se lo concedieron con gusto, pues de todos era bien conocida la fama de mujeriego del joven caballero.

Sir Garrick, impresionado por la belleza de Lady Adwen, y por qué no decirlo, aún más impresionado por sus heredades, dedicó unas bellas palabras a la joven y hermosa viuda. Tan buenas palabras usó, y tanta pasión puso en su petición, que la joven le otorgó una prenda para que lo portara en combate.

- ¡Llevaré este pañuelo en el corazón, para que me de fuerzas en la batalla! - Sir Garrick, haciendo planes de futuro.

De este modo, los caballeros partieron, seguidos por sus fieles escuderos, a encontrarse con las tropas del Rey Uther. Rápidamente, Sir Garrick y Sir Loic hicieron gala de sus habilidades para la Equitación, y se adelantaron a sus camaradas, que continuaron el viaje sumidos en un hostil silencio.

Al anochecer alcanzaron el campamento, una multitud de tiendas de campaña alzadas a la luz de las hogueras, donde caballeros, soldados y seguidores, disfrutaban de los pocos momentos de descanso que les quedaban.

Los caballeros paganos decidieron celebrar lo que quizá podría ser su última cena de la mejor forma posible, que era ingiriendo enormes cantidades de hidromiel y cerveza. Tanto alcohol fue peor soportado por el Caballero de la Lanza, que se levantó al día siguiente con una fuerte resaca, acentuada por los gritos de ánimo de Sir Brastias, uno de los caballeros del rey, que instaba al campamento a ponerse en marcha.

- Vale, sabemos que es el guardaespaldas del rey… pero ¿por qué grita tanto? - Sir Loic después de una noche de fiesta.

Lentamente, como un enorme animal que se despereza, el ejército de Britania se pone en marcha, hasta alcanzar las cañadas de Mearcred. Allí, se encuentran con un espectáculo que pone a prueba los nervios de los jóvenes caballeros. Cientos de sajones los recibían, gritando, maldiciendo y bramando en su idioma, mientras entrechocaban sus armas, y sus druidas, sucios y malolientes hombres vestidos con pieles, escupían encantamientos contra los britanos.

De entre las tropas sajonas salió un hombre, montado en un caballo blanco, vestido con pieles de oso. En su mano izquierda empuñaba una enorme hacha, y en la derecha, una lanza en cuya parte superior se mostraba un cráneo de lobo ensangrentado.

Era Aelle, Bretwalda de los Sajones.

Aelle clavó los talones en su montura y se acercó a galope hasta las filas britanas, desdeñando un posible ataque. Cuando estaba a un tiro de piedra del enemigo, clavó su lanza en el suelo y señaló a todo el ejército rival con su hacha, vociferando desafíos en su idioma. Alentado por los gritos de sus soldados, el Bretwalda volvió grupas y se unió a sus tropas.

Los britanos, aunque abuchearon al sajón, contuvieron el aliento en espera de la respuesta al desafío. Y esta no se hizo esperar.

Lentamente, con parsimonia, un enorme caballo de batalla, negro como la noche, surgió entre los britones. Sobre él, un hombretón de noble porte, cabello y barba rojas como el fuego, ataviado con una decorada armadura y un valioso manto ribeteado de armiño. La montura avanzó despacio, hendiendo el suelo con sus cascos, hasta alcanzar el estandarte sajón. Con un solo movimiento, el Rey Uther Pendragón desenvainó su espada y cortó la lanza. A continuación, escupió contra el enemigo, despectivamente, y volvió a sus filas, ovacionado por su hombres.

En ese momento los estómagos de los caballeros se contrajeron inevitablemente, el sudor recorrió sus espinas dorsales y sus manos temblaron imperceptiblemente, pues en ese momento, en ese mismo instante, comenzaba la Batalla de Mearcred Creek.

Sir Amig, el Asesino de Sajones, comandaba su unidad, y ante el sonido de ataque, taloneó los flancos de su caballo y avanzó contra el enemigo. Despacio al principio, pero adquiriendo más velocidad a cada paso, las monturas de los caballeros se abalanzaron contra los sajones.

El choque fue simplemente brutal. El tronar de los caballos parecían una tormenta, los gritos enemigos ensordecían sus oídos, sus espadas sajaban carne, metal y hueso, mientras los brazos temblaban a cada golpe portador de muerte. Los caballeros se hincaron profundamente en la muralla de enemigos, despedazando a los guerreros a pie sajones.

Sir Garrick ensartó a un sajón, dejándolo clavado en el suelo, y el Caballero de la Lanza derribó a otro, lanzándolo por los aires. Sir Langley no se quedó atrás, golpeando una y otra vez a los enemigos, y el Oso de Salisbury, cayó sobre los enemigos como el animal del que tomaba el nombre.

Sir Amig, enloquecido por su odio, avanzaba cada vez más, penetrando entre las tropas, enemigas sin percatarse del peligro que traía a su unidad, pues aunque los caballeros causaban muchas bajas, debido a la superioridad numérica, pronto no quedaron más que los cuatro camaradas y Sir Amig, que seguía atacando sin parar.

El enemigo los rodeó, y la situación parecía desesperada, con una multitud de enemigos asaltando su posición, aferrando las riendas de sus caballos, alanceando y golpeando a los caballeros. Si ese día no cayeron, fue gracias a los dioses y su habilidad en el combate.

Sir Amig consiguió abrir una brecha y sacarlos del cerco, pero cuando parecía que el peligro había pasado, una lanza sajona se hincó en su costado, lanzando al veterano caballero al suelo. Al instante, los caballeros se lanzaron a proteger su vida, creando un círculo defensivo, al tiempo que Sir Langley se desgañitaba, llamando a su escudero.

Por fin, Gwinned, con su dorado cabello al viento, acudió a la llamada de su señor, y consiguieron sacar a Sir Amig de allí. Sir Garrick, el caballero mejor entrenado en táctica y estrategia asumió el mando, consiguiendo salvar la vida de sus camaradas.

Al final, ambos ejércitos se separaron, sin ningún vencedor claro, dejando un campo lleno de cadáveres, un auténtico festín para los cuervos. Los caballeros, extenuados, retornaron al campamento, y celebraron que seguían vivos un día más.

Pronto volverían a sus señoríos, a pasar el invierno y a recuperarse de sus heridas… pues les haría falta estar preparados para las aventuras que les esperaban.

18 may 2010

Año 485. Los Bandidos del Bosque. Parte 2


“¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mis palabras! Yo, Gaeldas el Bardo, os contaré las aventuras y desventuras de grandes héroes.

Traedme una buena bebida, y os narraré de aquellos tiempos en los que los jóvenes caballeros, Sir Gunner y Sir Loic, y sus nuevos camaradas, Sir Garrick y Sir Langly, se convirtieron en el terror de sus enemigos.

De cuando se adentraron en el peligroso bosque en busca de los escurridizos y malvados bandidos. ¡Venid y acercaos he dicho! Pues así continúa su historia…”





El sol dorado se escondía en el horizonte en el momento en el que los guerreros de Salisbury penetraban en el pobre señorío de Andrew De Falt. Los gritos de los campesinos y el entrechocar de las espadas quedaron cubiertos por el tronar de los caballos, que hollaban la tierra como corceles del infierno.

En vanguardia, Sir Loic, el Caballero de la Lanza, los cabellos ondeando al viento, su arma firmemente aferrada en la diestra y el costado izquierdo protegido por el escudo. A sus flancos, sus dos nuevos camaradas, dos jóvenes pero valerosos caballeros.

Sir Garrick, de Winterbourne Stoke y Sir Langly, de Durnford, azuzaban a sus monturas con un brillo de determinación en los ojos, ansiosos de probarse en combate y de demostrar que eran dignos de sus armas. Tras ellos, los veinte infantes de los que había podido prescindir el Conde Roderick cabalgaban inspirados por los caballeros que los comandaban.

Los bandidos que atacaban el señorío no fueron rivales para los recién llegados, que los abatieron como campesinos que siegan la cosecha. Pronto sus espadas quedaron tintas en sangre y los enemigos se batieron en retirada.

Sir Loic, preocupado por su camarada Gunner, entró en la casa del señor temiéndose lo peor. Pero nuevamente el Oso de Salisbury había hecho honor a su nombre. Había afirmado sus pies en la escalera, acabando con cuanto enemigo le salía al paso, convirtiendo el lugar en una matanza.

Ahora, casi desvanecido, aún sujetaba su hacha decorada, sonriendo al caballero con el rostro lleno de sangre, mientras se lo llevaban para tratar sus heridos.

- Dejadme alguno, Sir Loic, ¡no os quedéis con toda la gloria! - Sir Gunner, despidiéndose de su camarada.

Los caballeros se reunieron con el señor de las tierras, el afectado Sir Andrew, para decidir un plan de actuación. Aunque hubo algunas disensiones, se decidió que tanto Sir Loic como sir Langly, acompañados por Brunner, el mejor cazador de la región, y de Alein, uno de los hombres del conde, intentaría llegar al campamento de los bandidos en una misión de reconocimiento.

Con gran habilidad, y porque no decirlo, también algo de suerte, alcanzaron la pequeña depresión del terreno que ocultaba el campamento enemigo sin que ninguno de los vigías los descubrieran. Allí, pudieron ver una enorme hoguera, con algunos bandidos a su alrededor, y varias chozas construidas a su alrededor. Aunque nada estaba construido en buena calidad, se veía que llevaban un tiempo ya establecidos allí.

Haciendo gala de su proverbial percepción, Sir Langly pudo ver a dos hombres que salían de la cabaña de mayor tamaño. Uno de ellos, era un hombre alto y fornido, vestido con ropas vulgares, y con una gran espada colgada al cinto. A su lado, otro hombre, encapuchado, pero al que sus ropajes de calidad delataban como noble, conversó con el líder de los bandidos unos momentos, y luego montó a caballo, alejándose de allí con velocidad.

El Caballero de la Lanza volvió al señorío, a buscar a las tropas, mientras Sir Langly se quedaba allí, bien oculto, estudiando los vigías y los cambios de guardia. Cuando largo rato después, los soldados del Conde se acercaban al campamento, estuvieron a punto de ser descubiertos, pero Loic primero, y Langly después, acabaron con la vida del vigía antes de que este pudiera gritar.

Apremiando a sus tropas, para que los bandidos no se percataran de la ausencia del vigía, Sir Garrick preparó una improvisada estrategia de batalla. Estableció a los arqueros a ambos flancos, y les ordenó disparar flechas incendiarias, al tiempo que Sir Loic, junto con Brunner, rodeaba el campamento para evitar que huyera su líder.

Los bandidos salieron de las cabañas, y entre la confusión y el sueño, apenas pudieron preparar una defensa efectiva, que era justo lo que esperaba Sir Garrick. Con un grito, lanzó a la carga a los infantes, liderados por el mismo y por Sir Langly, que corrieron ladera abajo en busca de los enemigos.

El caballero de Dunford casi pierde el control, tropezando la bajada, pero con el escudo por delante consiguió embestir a un par de bandidos, a los que arrojó al suelo. Por su lado, Sir Garrick, haciendo gala de una impecable destreza, parecía danzar entre sus enemigos, lanzando tajos a diestro y siniestro con su espada.

La batalla se desató a su alrededor, los gritos de los agonizantes, los huesos quebrándose. Las caras enemigas se difuminaban, solo visualizando bultos a los que sajar y apuñalar. Los caballeros, aunque los infantes y los bandidos caían a su alrededor, se incrustaron como una cuña entre sus enemigos, y pronto alcanzaron el centro del campamento.

Sir Langly, rodeado de enemigos, luchaba con un león, esquivando, parando y tajando, mientras a su lado Sir Garrick clavaba su mirada en el líder de los bandidos, que bramaba órdenes con fuerza.

¡Sir Garrick, id a por el líder, yo os cubriré aquí! - Sir Langly, improvisando uno de sus “inspirados” planes.

El tiempo pareció detenerse alrededor de Garrick, que vio como el líder de los bandidos lo señalaba con su espada, lanzándole un claro desafío. El valiente caballero dio un paso adelante, sujetando con más fuerza su escudo y moviendo con habilidad la espada, preparándose para el combate.

- Has elegido un mal día para enfrentarte a mí, caballero - John, Líder de los Bandidos

Ambos contendientes se lanzaron hacia delante, y las espadas entrechocaron con furia, resonando con un tañido metálico. Los luchadores se separaron, midiéndose con la mirada. Sir Garrick, joven e impetuoso, lanzó un golpe vertical con su arma, tratando de partir en dos a su rival. Pero este reaccionó con rapidez, como una serpiente, apartándose a un lado, girando sobre sí mismo y lanzando un atroz golpe que lanzó al caballero varios metros hacia atrás, cayendo casi inconsciente. Sólo el escudo de Garrick impidió que este muriera allí mismo.

Mientras tanto, Loic se enfrentaba a uno de los vigías, pero éste no era rival para su refulgente lanza, que pronto segó la garganta de su rival. Luego, corrió para interponerse entre el líder de los bandidos y el caído Sir Garrick.

El enorme bandido se abalanzó sobre el Caballero de la Lanza, que moviéndose con habilidad clavó su arma en la pierna de su rival, inmovilizándolo al suelo. En ese momento, llegó Sir Langly, y con un rugido de furia, golpeó con fuerza a su enemigo, dejándolo inconsciente.

La batalla había terminado. Aunque Sir Loic intentó seguir al noble encapuchado, ya había pasado mucho tiempo, y la pista se había enfriado, de modo que volvieron al señorío De Falt, para interrogar a los prisioneros.

Después de unas semanas recuperándose de sus heridas, los caballero se dispusieron a interrogar al líder de los bandidos, el hombre llamado John. El bandido, mostrando su falta de honor, no tuvo reparos en contar aquello que sabía, mientras uno de los sirvientes venía a traerle algo de comida.

El interrogatorio duró un rato, al tiempo que el bandido se zampaba toda la comida, y los caballeros intentaban atar cabos, tratando de descubrir la identidad del misterioso noble, que por lo visto, era el enlace con los bandidos, y que les pasaba información sobre caravanas de mercaderes a cambio de una parte de los beneficios.

Pero cuando los caballeros preparaban un plan para intentar capturarlo, se dieron cuenta de que el bandido estaba tosiendo, tosiendo con bastante insistencia. El hombre trataba de respirar, se aferraba la garganta mientras se iba poniendo rojo. Vomitó, tanto comida como sangre, y antes de que los caballeros pudieran hacer nada, John había muerto envenenado.

Fuera quien fuera aquel noble, tenía espías y hombres en todos lados. Los vigilantes de la celda, pensando que era uno de los hombres del Conde, dejaron pasar al “asesino”, que se escapó con total impunidad, pues nadie sospechó nada hasta que fue demasiado tarde.

Los caballero se dispusieron para partir, mientras Sir Garrick se despedía se Lady Erin, la heredera del señorío De Falt, que se había encargado de curar sus heridas, y con la que había desarrollado una bonita amistad, y quizá algo más.

Llegaron a Sarum, y cuando entraron en el gran salón, el Conde Roderick los esperaba vestido para la batalla.

- Ya habrá tiempo para los informes después, mis valerosos caballeros. Ahora, partimos a la Guerra…- El Conde Roderick