25 may 2010

Año 485. La Batalla de Mearcred Creek


“¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mis palabras! Yo, Gaeldas el Bardo, os contaré las aventuras y desventuras de grandes héroes.

Traedme una buena bebida, y os narraré de aquellos tiempos en los que los jóvenes caballeros fueron la pesadilla del invasor sajón.

De cuando combatieron en Mearcred Creek, regando el campo de batalla de sangre enemiga, y llevando a cabo grandes hechos de armas. ¡Venid y acercaos he dicho! Pues así continúa su historia…”

Los caballeros se habían quedado sorprendidos al ver al Conde reunido con todos sus hombres de confianza y ataviados para la guerra. Pronto, su señor los puso al día.
Al parecer, el Rey Uther había convocado a sus tropas para atacar a los sajones del sureste de Britania, aquellos comandados por el Bretwalda Aelle. El ejército de Llogres se había reunido a escasa distancia de Sarum, y los caballeros tenían que pertrecharse para el combate y reunirse con las tropas lo antes posible.

En ese momento, el chambelán de Sir Roderick abrió las puertas de la gran sala, anunciando a un nuevo caballero. Era nada menos que Sir Gunner, el Oso de Salisbury, el cual, ya recuperado de sus heridas, respondía a la llamada de su señor con la presteza acostumbrada.

Cuando el enorme caballero entró, con su hacha adornada al cinto, su cabello rubio ondeando y la capa hecha de la piel del oso que había matado en Imber, un murmullo se levantó entre los caballeros del Conde, sobre todo por la parte de Sir Amig, el Asesino de Sajones, pues Gunner era la viva imagen de aquellos a los que iban a combatir.

Sir Langley, cuyo odio por los sajones era casi tan elevado como el del Castellano de Tilshead, sumó su descontento a las quejas de Sir Amig.

- Ya nombran caballero incluso a los perros…- Sir Langley, haciendo amigos.

Durante unos instantes pareció que las palabras iban a dar paso a las armas, pero afortunadamente, la intervención del Conde apaciguó los ánimos, al menos temporalmente. Una vez terminada la reunión, la mayoría de los caballeros se fueron a prepararse, pero nuestros valientes héroes se quedaron allí, sobre todo, al ver que la Condesa Ellen, acompañada de varias mujeres en edad casadera, habían entrado en el salón.

Sir Jaradan, la Espada del Condado, se acercó al grupo de mujeres, y se inclinó con una floritura, solicitando con educación y gracia las bendiciones de las damas antes de partir al combate. Éstas, entre risas, se lo concedieron con gusto, pues de todos era bien conocida la fama de mujeriego del joven caballero.

Sir Garrick, impresionado por la belleza de Lady Adwen, y por qué no decirlo, aún más impresionado por sus heredades, dedicó unas bellas palabras a la joven y hermosa viuda. Tan buenas palabras usó, y tanta pasión puso en su petición, que la joven le otorgó una prenda para que lo portara en combate.

- ¡Llevaré este pañuelo en el corazón, para que me de fuerzas en la batalla! - Sir Garrick, haciendo planes de futuro.

De este modo, los caballeros partieron, seguidos por sus fieles escuderos, a encontrarse con las tropas del Rey Uther. Rápidamente, Sir Garrick y Sir Loic hicieron gala de sus habilidades para la Equitación, y se adelantaron a sus camaradas, que continuaron el viaje sumidos en un hostil silencio.

Al anochecer alcanzaron el campamento, una multitud de tiendas de campaña alzadas a la luz de las hogueras, donde caballeros, soldados y seguidores, disfrutaban de los pocos momentos de descanso que les quedaban.

Los caballeros paganos decidieron celebrar lo que quizá podría ser su última cena de la mejor forma posible, que era ingiriendo enormes cantidades de hidromiel y cerveza. Tanto alcohol fue peor soportado por el Caballero de la Lanza, que se levantó al día siguiente con una fuerte resaca, acentuada por los gritos de ánimo de Sir Brastias, uno de los caballeros del rey, que instaba al campamento a ponerse en marcha.

- Vale, sabemos que es el guardaespaldas del rey… pero ¿por qué grita tanto? - Sir Loic después de una noche de fiesta.

Lentamente, como un enorme animal que se despereza, el ejército de Britania se pone en marcha, hasta alcanzar las cañadas de Mearcred. Allí, se encuentran con un espectáculo que pone a prueba los nervios de los jóvenes caballeros. Cientos de sajones los recibían, gritando, maldiciendo y bramando en su idioma, mientras entrechocaban sus armas, y sus druidas, sucios y malolientes hombres vestidos con pieles, escupían encantamientos contra los britanos.

De entre las tropas sajonas salió un hombre, montado en un caballo blanco, vestido con pieles de oso. En su mano izquierda empuñaba una enorme hacha, y en la derecha, una lanza en cuya parte superior se mostraba un cráneo de lobo ensangrentado.

Era Aelle, Bretwalda de los Sajones.

Aelle clavó los talones en su montura y se acercó a galope hasta las filas britanas, desdeñando un posible ataque. Cuando estaba a un tiro de piedra del enemigo, clavó su lanza en el suelo y señaló a todo el ejército rival con su hacha, vociferando desafíos en su idioma. Alentado por los gritos de sus soldados, el Bretwalda volvió grupas y se unió a sus tropas.

Los britanos, aunque abuchearon al sajón, contuvieron el aliento en espera de la respuesta al desafío. Y esta no se hizo esperar.

Lentamente, con parsimonia, un enorme caballo de batalla, negro como la noche, surgió entre los britones. Sobre él, un hombretón de noble porte, cabello y barba rojas como el fuego, ataviado con una decorada armadura y un valioso manto ribeteado de armiño. La montura avanzó despacio, hendiendo el suelo con sus cascos, hasta alcanzar el estandarte sajón. Con un solo movimiento, el Rey Uther Pendragón desenvainó su espada y cortó la lanza. A continuación, escupió contra el enemigo, despectivamente, y volvió a sus filas, ovacionado por su hombres.

En ese momento los estómagos de los caballeros se contrajeron inevitablemente, el sudor recorrió sus espinas dorsales y sus manos temblaron imperceptiblemente, pues en ese momento, en ese mismo instante, comenzaba la Batalla de Mearcred Creek.

Sir Amig, el Asesino de Sajones, comandaba su unidad, y ante el sonido de ataque, taloneó los flancos de su caballo y avanzó contra el enemigo. Despacio al principio, pero adquiriendo más velocidad a cada paso, las monturas de los caballeros se abalanzaron contra los sajones.

El choque fue simplemente brutal. El tronar de los caballos parecían una tormenta, los gritos enemigos ensordecían sus oídos, sus espadas sajaban carne, metal y hueso, mientras los brazos temblaban a cada golpe portador de muerte. Los caballeros se hincaron profundamente en la muralla de enemigos, despedazando a los guerreros a pie sajones.

Sir Garrick ensartó a un sajón, dejándolo clavado en el suelo, y el Caballero de la Lanza derribó a otro, lanzándolo por los aires. Sir Langley no se quedó atrás, golpeando una y otra vez a los enemigos, y el Oso de Salisbury, cayó sobre los enemigos como el animal del que tomaba el nombre.

Sir Amig, enloquecido por su odio, avanzaba cada vez más, penetrando entre las tropas, enemigas sin percatarse del peligro que traía a su unidad, pues aunque los caballeros causaban muchas bajas, debido a la superioridad numérica, pronto no quedaron más que los cuatro camaradas y Sir Amig, que seguía atacando sin parar.

El enemigo los rodeó, y la situación parecía desesperada, con una multitud de enemigos asaltando su posición, aferrando las riendas de sus caballos, alanceando y golpeando a los caballeros. Si ese día no cayeron, fue gracias a los dioses y su habilidad en el combate.

Sir Amig consiguió abrir una brecha y sacarlos del cerco, pero cuando parecía que el peligro había pasado, una lanza sajona se hincó en su costado, lanzando al veterano caballero al suelo. Al instante, los caballeros se lanzaron a proteger su vida, creando un círculo defensivo, al tiempo que Sir Langley se desgañitaba, llamando a su escudero.

Por fin, Gwinned, con su dorado cabello al viento, acudió a la llamada de su señor, y consiguieron sacar a Sir Amig de allí. Sir Garrick, el caballero mejor entrenado en táctica y estrategia asumió el mando, consiguiendo salvar la vida de sus camaradas.

Al final, ambos ejércitos se separaron, sin ningún vencedor claro, dejando un campo lleno de cadáveres, un auténtico festín para los cuervos. Los caballeros, extenuados, retornaron al campamento, y celebraron que seguían vivos un día más.

Pronto volverían a sus señoríos, a pasar el invierno y a recuperarse de sus heridas… pues les haría falta estar preparados para las aventuras que les esperaban.

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