5 jul 2010

Año 487: En Tierra Enemiga Parte 1

El día se presentaba nuboso cuando los caballeros, montados en sus vigorosos corceles, partieron hacia Hantonne acompañando al Príncipe Madoc. Junto a ellos cabalgaban multitud de caballeros jóvenes, ansiosos de botín y gloria, bromeando y riendo a costa de los incautos sajones a los que iban a saquear. Los preparativos fueron minuciosos pero efectivos, y pronto tres navíos pertrechados para la guerra partieron hacia el este siguiendo la costa.
El viento marino henchía las velas, y la sal mojaba los labios de los caballeros, poco habituados a las aguas que bañaban las orillas de Britania, pero aún así, sus ojos brillaban con la anticipación de la batalla. Pronto alcanzaron su destino, cerca de Devensey, donde, al rodear un promontorio, pudieron ver los navíos del propio rey Aelle en la orilla, siendo reparados.

Los sajones, al avistar los barcos britanos, dieron la alarma a la fortaleza cercana, y comenzaron a aprestarse para el combate. Los britanos desembarcaron, y pronto se pusieron en formación. Sir Madoc, recordando las dotes estratégicas que Sir Garrick había demostrado en Mearcred Creek, le otorgó el mando de un batallón, el situado en el flanco izquierdo, dónde se encontraban el resto de sus camaradas. Mientras tantos, los sajones habían formado una línea de defensa, un muro de escudos improvisado pero valeroso, dispuestos a vender cara su derrota, sabiendo la importancia que los navíos tenían para los intereses del Bretwalda Aelle.

Sir Madoc alzó el brazo, y los corceles de batalla se pusieron en marcha. Los poderosos cascos hollaban la fina arena de la playa, atronando a su fulgurante paso. El sudor corría por la espalda de los caballeros, sus gargantas abiertas en un ronco grito de furia, la lanza aferrada con fuerza mientras se abalanzaban contra sus enemigos, convertidos en un muro indistinguible de vociferantes sajones.


El impacto fue brutal, como el de un millar de árboles cayendo al unísono, y por encima del rumor del oleaje se escuchaban los relinchos de las monturas, los gritos de agonía y las imprecaciones de los combatientes. El batallón de Sir Garrick, guiado con habilidad, se incrustó entre los enemigos como la hoja de un cuchillo cortando mantequilla. Garrick impactó a un sajón con su lanza y lo lanzó por los aires, secundado por el Oso de Salisbury y Sir Loic el Caballero Juramentado, que solamente dejaban la muerte tras su paso.

Pero sin duda, no hubo mayor guerrero ese día que Sir Langley, cuyo odio por el perro sajón inflamaba sus venas como si fuera lava volcánica. Quien los veía luchar pensaba que los ejércitos divinos habían tomado forma humana, destrozando enemigos a diestro y siniestro.

Sir Garrick, espoleando a su montura, lanzaba tajos a sin parar, mientras llevaba a su batallón hacia lo más encarnizado de la batalla, empapado en sangre sajona. A su vera, el Oso de Salisbury hacía honor a su nombre, y parecía una bestia empuñando su decorada hacha, cercenando enemigos como un carnicero.

El Caballero Juramentado, sin más protección que su armadura y su habilidad, movía su refulgente lanza como si fuera una avispa, alanceando una y otra vez al enemigo. Y Sir Langley, completamente poseído por el furor de la batalla, partía enemigos por la mitad de un solo golpe, como las leyendas de los antiguos héroes.

Durante unos momentos se mascó la tragedia, pues el batallón parecía que iba a ser rodeado, pero nadie podía aguantar a semejantes héroes luchando de esa forma, y al final, quebraron la línea defensiva, arrasando a los pocos sajones que se les enfrentaban.

Sin perder un segundo, Sir Garrick dirigió a sus hombres hacia los barcos, eliminando los soportes que los sujetaban hasta que cayeron de costado, y luego prendiendo fuego a la madera, no sin antes recoger uno de los estandartes del rey Aelle como botín de guerra. Los sajones, huyendo en desbandada, se refugiaron en la fortaleza, un pequeño castillo de montículo y patio de armas, pero el Príncipe Madoc no quería perder el tiempo, y tras saquear a los cadáveres, ordenó partir de nuevo.

El príncipe, que como el resto de su ejército, había visto la carnicería que los caballeros habían causado en las hordas bárbaras, llamó a los héroes a su barco, el Puño de Britania, incluyéndolos en su plana mayor y confiándole sus planes a corto plazo.

Los navíos surcaron las aguas nuevamente, en busca de nuevos enemigos…

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