15 dic 2010

Año 488: El Asedio a Bayeux Parte 2

El rojo amanecer alcanzó la ciudad de Bayeux como una premonición de la sangre que se iba a derramar ese día. Con la llegada del alba, los caballeros salieron sigilosamente de su refugio al tiempo que las tropas del Príncipe Madoc lanzaban el asalto definitivo, encabezado por los infantes y los irlandeses, con el resto de tropas britanas esperando el momento oportuno para atacar.

Los caballeros que se habían infiltrado en la ciudad subieron a la muralla aprovechando tal distracción, y gracias a sus uniformes francos pasaron desapercibidos hasta alcanzar una sección fuertemente presionada por los britanos. Mientras los francos trataban desesperadamente de evitar que los atacantes abrieran brecha en sus defensas, los caballeros de Salisbury aprovecharon el momento, y se lanzaron como leones contra sus enemigos.

Al frente de la cuña, Sir Garrick y Sir Loic lanzaban tajos y lanzazos a diestra y siniestra, empujando, esquivando y golpeando en medio de la confusión. Tras ellos, dispensando muerte a cada paso, Sir Gunner y Sir Langley, avanzaban con furia contenida.

Una decena de cadáveres sembraban el suelo de las murallas antes de que los francos supieran que eran atacados por la retaguardia. Un oficial franco se percató del ataque y trató de avisar a sus tropas, pero en el caos de la batalla fue casi imposible. Sir Garrick clavó su acerada mirada en el rival, y salió a su encuentro, mientras sus camaradas le cubrían las espaldas acabando son sus guardianes.

El oficial lanzó un tajo horizontal, pero el caballero interpuso su escudo y detuvo el golpe, que se hincó profundamente en la madera. Garrick apartó el escudo y golpeó con fuerza, arrojando a su rival a tierra. Antes de que el franco pudiera moverse, la espada del caballero segó su vida.

Mientras tanto, a las afueras de la ciudad, el joven Sir Delivant sujetaba las correas de su escudo con nerviosismo. No por cobardía ni por nervios, sino por ser su primer combate de verdad. El guerrero contemplaba la cima de la muralla, la zona más encarnizada de la batalla, se percató de un posible hueco en las filas enemigas. Avisó a su líder de unidad, que parecía reacio a atacar, sabedor de que sería un asalto muy peligroso.

A pesar de las prisas de los caballeros, su líder, Sir Yggern, dudaba, temblando ostensiblemente, hasta que no tuvo otro remedio que desenvainar su espada y ordenar la carga con voz temblorosa. Delivant, junto a sus camaradas de armas, se abalanzó hacia la muralla, gritando enfervorecido.

De un salto, el joven guerrero pisó el rocoso suelo, sólo para encontrarse a un enorme franco que blandía su hacha contra él. Gritando furiosamente, el franco golpeaba una y otra vez, haciendo recular a Sir Delivant hasta que chocó espalda contra la muralla. Cuando su fin parecía próximo, el caballero se agachó, esquivando el tajo de su enemigo, y saltó hacia arriba, clavando su espada en la parte inferior de la mandíbula de su enemigo. Vociferando en su rostro, Delivan hincó con más fuerza su arma, mientras los chorros de sangre caliente empapaban su rostro y su sobreveste. Al final, de una patada, apartó el cadáver de su enemigo, y paseó su mirada entre los supervivientes, buscando otro rival.

Atrapados en dos frentes, los francos que protegían esa sección de la muralla no tardaron en caer. Aprovechando esta brecha, los britanos penetraron en la ciudad, atacando con salvajismo a los supervivientes francos que tantas bajas les habían causado.
Al final, el propio Madoc penetró en la ciudad. Con su espada “Segadora” en la diestra, y empuñando un estandarte en la siniestra, contemplaba la ciudad recién conquistada con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Se volvió hacia sus soldados, le exhortó a voz en grito:

–¡LA CIUDAD ES NUESTRA! –
Días después, los carros llenos de botín aún salían llenos de Bayeux, botín que se repartió entre los conquistadores, llevándose todos un buen pellizco. Los caballeros consiguieron varias libras, además de gran renombre. Como muestra de confianza, el Príncipe Madoc les encomendó la misión de proteger su pabellón de campaña, cosa que los caballeros hicieron con la diligencia que les caracterizaban.

Al amanecer del segundo día, trompetas y fanfarrias anunciaron la llegada del Pretor Syagrius, que llegaba al campamento engalanado al estilo romano, montando un caballo blanco y seguido de sus équites.
Desmontó y se acercó al príncipe que había salido a recibirlo con rostro adusto. El Pretor abrazó al heredero britano, alabando y agradeciendo su ayuda. Luego, exhortó a Madoc a partir, pues los francos tenían que ser derrotados definitivamente.

– No –

El silencio cayó sobre el campamento al escuchar la lacónica respuesta del príncipe, y la confusión se dibujó en el rostro del Pretor.
La duda dio paso a la furia, mientras el romano argumentaba que Uther había hecho una promesa, y recordándole las palabras del Pendragón. Pero la tajante respuesta de Madoc no dejaba lugar a dudas.

– Yo no soy mi padre – dijo mientras se daba la vuelta, dejando al Pretor con el rostro congestionado de ira, aguantando las sonrisas burlonas de los caballeros, cuya enemistad hacia el Pretor era más que patente tras su “traición”.

Perjurando en su idioma, el romano se dio la vuelta y partió con sus tropas. Tiempo después, llegarían a los oídos de los caballeros las noticias de su aplastante derrota. Pero ahora era tiempo de celebración, y los caballeros, cargando con un gran botín, embarcaron rumbo a su hogar, donde sus aventuras no habían terminado.

¿Qué era lo que les esperaba en las costas de su querida Britania? Pronto lo descubrirían…

1 sept 2010

Año 488: El Asedio a Bayeux Parte 1

Al amanecer de aquel día, el sol naciente teñía de rojo el firmamento, un oscuro presagio de lo que iba a ocurrir ante las imponentes murallas de la ciudad de Bayeux.

Los caballeros habían llegado al campamento a uña de caballo, con el corazón hirviendo en pura furia, ansiosos de venganza sobre el Pretor, que vilmente los había abandonado a su suerte ante un grupo de francos.

Mas su venganza debía esperar, pues el Príncipe Madoc aplacó su ira, prometiéndoles que tamaña ofensa no quedaría impune. De modo que, los jóvenes caballeros se encontraron formando en el ala derecha, comandados por Sir Roderick, junto al resto de caballeros de Salisbury, preparados para asaltar la importante ciudad, ahora en manos de los francos.

Oleada tras oleada, los infantes se arrojaban hacia la ciudad, portando escalas, y demás pertrechos de asedio, pero a pesar de su bravura y del apoyo de grupos de caballeros, no consiguieron abrir brecha. Y así terminó ese día, con el terreno que rodeaba la ciudad plagado de cadáveres, un auténtico festín para los cuervos.

Tras un segundo día infructuoso, los jóvenes caballeros comenzaron a pergeñar un plan casi suicida, en el que intentarían penetrar en la ciudad al amparo de la noche y utilizando el sigilo. Ciertamente era un plan complicado, y su elaboración necesitó de largas horas de preparación, pero al final presentaron su idea al Príncipe, enardecidos por la promesa de gloria y de botín.

Madoc, sin nada que perder, y mucho que ganar en caso de tomar la ciudad con prontitud, aceptó el plan, y comenzaron los preparativos. Todo se basaba en un señuelo, una estrategia que permitiera desguarnecer una sección para que algunos grupos de caballeros se colaran en Bayeux.

Se prepararon muñecos de paja y madera, ataviados con los pertrechos de los soldados. Empujados por infantes, y con la escasa luz nocturna, atraerían la mayoría de los disparos francos sin causar excesivas bajas. Al mismo tiempo, se intentaría un asalto en dos puntos de las murallas, usando los trebuchets y las armas de asedio.

La esperanza de los caballeros era que, con la confusión, nadie se percatara en los cinco enemigos que se acercaban a la muralla y trataban de trepar por ella.

La oscuridad de la noche se quebró con proyectiles incendiarios, y pronto estalló el caos. Los caballeros, haciendo gala de un sigilo y habilidad importantes, alcanzaron la muralla, cargando fardos con armas y ropajes. Allí, Sir Gunner, el más fuerte del grupo, trató de lanzar un garfio sobre la muralla.
Tras varios intentos infructuosos, el metálico garfio tuvo a bien sujetarse, y los caballeros subieron, aguantando la respiración ante el temor de ser sorprendidos.

Mientras terminaban de subir los fardos, Sir Langley escuchó como la puerta de la torre, a su derecha, comenzaba a abrirse, y una figura se recortaba en el umbral. Sin dudarlo un instante, el caballero se abalanzó cual jabalí embravecido, y saltó sobre su desprevenido oponente, apuñalándolo repetidas veces, mientras acallaba sus gritos con la mano.

Durante unos angustiosos instantes, los caballeros aguardaron, temiendo que hubieran sido descubiertos, pero no había sido así. Penetraron en la torre, y allí mismo, en las escaleras, comenzaron a vestirse con los ropajes que habían traído, arrebatados a cadáveres francos, y con los que pensaban engañar a sus enemigos en caso de ser descubiertos.

Allí, bajo la trémula luz de las antorchas, escucharon voces, enemigos que corrían, subiendo las escaleras para unirse a la batalla. Rápidamente, sin perder un momento, les tendieron una emboscada. Mientras dos caballeros esperaban tras la puerta, otros dos, ataviados a la manera franca, simulaban ver algo fuera de las murallas, mientras hacían gestos a los recién llegados para que se acercaran.

Sin sospechar nada, los francos se acercaron, pero lo único que encontraron fue la muerte, pues los caballeros, con la eficiencia que otorga la experiencia, acabaron con ellos en un santiamén. Luego, arrojaron los cadáveres hacia fuera, sin ningún miramiento, y procedieron a introducirse en la ciudad.

Teniendo en cuenta que los francos adoraban a dioses paganos, los caballeros se encaminaron hacia una iglesia cristiana, pensando que probablemente estuviera deshabitada, como así era. Encontraron el edificio, con los portones desvencijados, y penetraron en el silencioso edificio con precaución.

Los bancos amontonados, las figuras destrozadas y los tapices rasgados, mostraban el paso de los enemigos, pero ahora solamente quedaba el silencio. Un sobrecogedor silencio en el que los sonidos de sus pisadas parecían truenos a sus oídos.

Se acercaron al altar, donde se encontraba la figura del Sagrado Cristo colgado en la cruz, pero lo que allí hallaron era una nueva aberración. Habían arrancado al cristo de la cruz, y lo habían reemplazado por un sacerdote, que yacía sangrante, atravesado por mil heridas, en proceso de descomposición.

Incluso los caballeros paganos se sintieron horrorizados ante tamaña blasfemia, y Sir Gunner, cristiano, apretó las mandíbulas con fuerza, asqueado ante la barbarie que tenía ante sus ojos. Sin dudarlo un instante, decidió descolgar al sacerdote, otorgándole el reposo que se merecía.

Cuando se agachaba con el cadáver, tras la cruz, pudo ver lo que parecía una pequeña puerta, que al parecer había pasado desapercibida a los saqueadores. Cuando fueron allí a investigar, vieron que era la celda del sacerdote, y decidieron que era un buen lugar donde pasar lo que quedaba de noche, esperando al amanecer, momento en el que tendría lugar el ataque definitivo.

¿Qué aventuras y desventuras les esperaban en aquella alejada ciudad? Escondidos en aquella vieja iglesia, no podían imaginarlo…

20 ago 2010

Año 488: Traición en Tierras Francas

“¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mis palabras! Yo, Gaeldas el Bardo, os contaré las aventuras y desventuras de grandes héroes. Traedme una buena bebida, y os narraré de aquellos tiempos en los que los jóvenes caballeros cruzaron el mar, hasta el continente, para luchar contra los feroces francos. Y de las traiciones y batallas a las que tuvieron que hacer frente, llevando a cabo grandes hechos de armas.¡Venid y acercaos he dicho! Pues así continúa su historia…”

El invierno pasó tan rápido como siempre, y pronto los rayos del sol fundieron la blanca nieve en las tierras britanas. Los caballeros, algo más ricos que de costumbre, se encontraron nuevamente en el castillo del Conde Roderick, en Sarum, conversando sobre las últimas noticias que afectaban al Reino.
Allí, reunidos con la playa mayor del conde, se enteraron de la petición de ayuda que el Pretor Syagrius había solicitado al rey Uther para recuperar las tierras saqueadas por los francos del Rey Claudas. Al parecer, el monarca había aceptado ayudar al Pretor, y había dividido su ejército en dos. Mientras que una parte, comandada por el príncipe Madoc, partiría hacia el continente, la otra se quedaría acompañando al rey a arreglar ciertos asuntillos.

El conde les pidió a los caballeros su opinión sobre cómo actuar, y los jóvenes y valerosos guerreros, prefirieron viajar junto a Madoc, ante la perspectiva de botín. De este modo, los caballeros se encontraron nuevamente camino a la guerra. Viajaron al puerto de Hantonne, donde se encontraba el ejército, y lentamente los navíos britanos embarcaron hacia el continente.
Se estableció una base cerca de la playa, y los caballeros se encontraron realizando misiones de guardia, protegiendo el campamento ante eventuales asaltos francos. En una de estas rondas, los caballeros pasaron cerca de la tienda de Madoc, y allí escucharon varias voces, que discutían acaloradamente. Tras acercarse algunos de ellos, por si acaso ocurría algo, se oyó un fuerte golpe en una mesa, y la voz del príncipe que ponía punto y final a la conversación.

- ¡Basta! ¡Una ciudad o cuatro días! Y no hay nada más que hablar…

Temiendo haberse metido en situaciones que no eran de su incumbencia, los caballeros continuaron con su ronda como si nada hubiera pasado.

Al día siguiente, el sonido de unas trompetas anunciaba la llegada de alguien importante. Los caballeros se acercaron al tumulto, y vieron como llegaba el Pretor Syagrius, un hombre moreno y enjuto, de rostro patricio, ataviado a la manera de los antiguos romanos. Junto a él, sus tropas lo flanqueaban, impolutos y brillantes, dispuestos como si fueran hacer un desfile.
El pretor se apeó de su montura y abrazó al príncipe, pero no antes de que los caballeros se percataran de la fría mirada de desdén que dedicaba al ejército britano. Tras reunirse con el pretor, los caballeros fueron llamados a la tienda de Madoc, donde se les informó que actuarían como escoltas para Syagrius, quedando bajo sus órdenes durante el viaje.

El viaje transcurrió sin problemas, a pesar de la reticencia de los jóvenes guerreros. Llegaron a una aldea grande, en busca de aliados para la causa del Pretor, y al día siguiente se encaminaron hacia el campamento nuevamente.

En ese momento, se percataron de que tras una colina, se elevaba una columna de humo. Uno de los jóvenes espoleó su montura, y alcanzó la cima de la colina, justo para encontrarse frente a un grupo de francos que, con las alforjas llenas de botín saqueado, cabalgaba hacia ellos.

Aunque trataron de dialogar, los francos reconocieron el estandarte del pretor, y anticipando un jugoso rescate, se dispusieron a atacar. Los caballeros se pertrecharon para defenderse cuando el pretor se dirigió hacia ellos.

- Britanos… - dijo, con su eterno gesto de superioridad -. Cubrid mi retirada. – tras lo cual, espoleó su caballo, y partió con sus soldados, dejando atrás a los pocos britanos que iban en el séquito, que se debatían entre su deber de obedecer una orden de un superior, y el tremendo odio por el pretor que inflamaba sus corazones ante tamaña traición.

Pero poco tiempo tuvieron para tribulaciones, puesto que pronto los francos cargaron colina abajo, empuñando sus afiladas armas. Se separaron en dos grupos, tratando de frenar el impulso enemigo, y chocaron con violencia contra los enemigos.


Quizá los francos esperaran un blanco fácil, era obvio que no conocían a quien se enfrentaban. Únicamente Sir Loic no pudo lucirse en la batalla, pues durante la batalla, al adelantarse temerariamente, recibió un duro golpe que dio con sus huesos en tierra, inconsciente.

Los demás caballeros se sumergieron en un maremagnum de golpes, tajos, estocadas y heridas, de borbotones de sangre y gritos de agonía. Cada golpe recibido fue respondido por diez, y por cada britano caído, varios francos lo acompañaron.

Nunca supieron cuanto tiempo duró la lucha, quizá unos minutos, quizá horas, pero cuando por fin los francos se retiraron, los caballeros apenas se mantenían en pie. Sir Gunner vociferaba, gritando contra sus enemigos, embadurnado en sangre, mientras Langley y Garrick se aferraban a las riendas de sus monturas para no caer.

Trataron a los heridos, y antes de que llegaran los cuervos carroñeros, y temiendo la llegada de nuevos enemigos, los caballeros partieron hacia el campamento, en busca de la venganza que sus almas reclamaba.

¿Qué gloriosas aventuras les esperaban en aquellas tierras desconocidas?

9 jul 2010

Año 487: En Tierra Enemiga Parte 2

Los victoriosos navíos britanos surcaban las embravecidas aguas que bañaban las costas, comandados por El Puño de Britania, el barco del propio Príncipe Madoc, en el que viajaban nuestros jóvenes caballeros.

El pequeño ejército pensaba desembarcar cerca de Dover, pues sabía que allí encontraría la flota de los Jutos, que dominaban aquella parte del país, arrasando los territorios que antaño pertenecía a los britanos.

Echaron el ancla en una pequeña cala, y lentamente, los caballeros fueron desembarcando, acompañados por el centenar de infantes que lucharían a su lado. Madoc, montado en su caballo de guerra blanco, Tempestad, daba órdenes y animaba a sus soldados, recordándoles el duro golpe que asestarían al invasor sajón.

Los caballeros se acercaron al campamento enemigo, y sin pensárselo un solo instante, cargaron colina abajo, intentando arrasar las defensas sajonas. La pendiente hacía que fuera difícil controlar las monturas, pero nuestros valerosos guerreros no se arredraron, y nuevamente se hincaron con furia en el muro defensivo, tajando, cortando y golpeando, haciendo brotar la sangre a chorros.

Pronto aquel verde pasto terminó pisoteado y ensangrentado, cubierto de cadáveres que no verían un nuevo amanecer. Sir Garrick lideraba nuevamente la batalla, pues su buen hacer no había pasado desapercibido, y el príncipe Madoc, recordando los estragos que los jóvenes caballeros habían causado en las batallas anteriores, los mantuvo a todos en la misma unidad.

Los caballeros lucharon con valor, pero esta vez, los dioses de la guerra no estaban con ellos. Sir Gunner, el Oso de Salisbury, fue el primero en ser desmontado debido a un lanzazo enemigo, cayendo pesadamente al suelo. Los sajones se abalanzaron contra él, pensando que sería una presa fácil, pero estaban equivocados, pues Gunner, rugiendo como el animal que le daba nombre, se alzó con rapidez, balanceando su afilada hacha en arcos mortíferos.

Sir Langley fue el siguiente en caer, defendiéndose como un león, hasta que llegaron los infantes aliados, y pudo luchar junto a ellos, a pesar de sus infructuosos intentos de liderar una unidad. Sir Garrick combatió bien, aunque también fue herido varias veces, solamente Sir Loic, el Caballero Juramentado, salió indemne del combate, que tras un largo tiempo, finalizó con victoria britana.

Los jóvenes caballeros recomendaron a su señor la posibilidad de utilizar los barcos capturados para realizar algún tipo de estratagema contra los sajones. A pesar de las reticencias iniciales del Príncipe Madoc, al final los barcos sajones partieron amarrados a los britanos.

En la ruta que Madoc había pensado, el siguiente destino era navegar por el Blackwater River, hasta llegar a Maldon, donde tratarían de infligir el último golpe a la flota sajona. Teniendo en cuenta las pérdidas que había tenido en anteriores escaramuzas, el príncipe no quería un enfrentamiento con las tropas de Maldon, superiores en número, por lo que solicitó la presencia de sus caballeros de confianza para idear algún tipo de estratagema.

Las conversaciones fueron largas y tediosas, pero al final, los jóvenes caballeros se ofrecieron como voluntarios para un plan arriesgado. Se dividirían en dos grupos, en uno de ellos, Sir Langley y Sir Garric, acompañados de Sir Mark, un joven caballero del condado de Jagent. En el otro, Sir Gunner y Sir Loic, junto con Sir Cador, de Silchester.

Cada uno de estos grupos asaltaría las torres de vigilancia construidas en la rivera del río, las encargadas de dar la alarma a la ciudad en caso de asalto. Una vez estuvieran bajo control, se intentaría llegar a los barcos sin ser descubiertos, e inutilizarlos.

Sir Loic trató de ser sigiloso, pero por una vez, los nervios le fallaron y fue descubierto por los vigías. Rápidamente Sir Gunner salió a la luz, y aprovechándose de su apariencia sajona, trató de engañar a los vigías, lo suficiente para cogerlos por sorpresa.

Cuando se inició el asalto, el valeroso Gunner se aferró a ambos combatientes, dando tiempo a sus camaradas para subir a la torre, aunque fue ferozmente acuchillado en el proceso y cayó inconsciente. Su acto heroico sirvió para que sus camaradas consiguieran rendir la torre de vigilancia.

En el otro lado, las cosas no salieron tan bien como debían. Los caballeros asaltaron la torre, y se enfrascaron en un cruento combate, pero con infructuoso resultado. Tanto Langley como Garrick fueron derrotados, y el joven Sin Mark se vio enfrentado a tres sajones sonrientes, que se disponían a dar la alarma.

Nadie contaba con la valentía del caballero, que se arrojó sin dudarlo sobre los sajones, y antes de que estos reaccionaran, acabó con dos de ellos con dos certeros tajos. Pero a pesar de su arrojo y pericia, no pudo derrotar al último de los sajones, que lo dejó inconsciente.

El enemigo avanzó hacia los caballeros caídos, y alzó su arma, dispuesto a acabar con su vida, dio un paso… y una jabalina se hincó en su cuello, clavándolo directamente en la madera. Sir Cador, en un certero lanzamiento ¡¡había alcanzado al sajón desde la otra orilla del río!! Tal demostración sería motivo de leyendas, sin dudarlo…

Lo ocurrido después, los valientes caballeros lo supieron por los relatos de sus camaradas, pues ellos se hallaban convalecientes de sus heridas, y Sir Loic, nuevamente el único caballero intacto, los acompañaba. La intención del príncipe era tomarse un descanso más al norte, pero aún habría tiempo para que los caballeros mostraran que estaban hechos de la misma pasta que los héroes de las leyendas.

Mientras navegaban sufrieron el asalto de los restos de la flota sajona. Los britanos se aprestaron a defenderse como pudieron, Sir Loic subió a la cubierta, armado con su refulgente lanza, con la mirada al frente y el cabello ondeante, desafiando a los sajones a subir a su barco.

En ese momento escuchó un ruido a su espalda, miró hacia atrás, y una sonrisa se dibujó en su rostro. De las bodegas del barco, envueltos en vendajes ensangrentados, empuñando sus armas, tambaleantes pero orgullosos, los guerreros se unieron al Caballero de la Lanza para una última resistencia.

Lo único que podemos decir de esta batalla, es que esa noche, los peces cenaron carne de sajón…


5 jul 2010

Año 487: En Tierra Enemiga Parte 1

El día se presentaba nuboso cuando los caballeros, montados en sus vigorosos corceles, partieron hacia Hantonne acompañando al Príncipe Madoc. Junto a ellos cabalgaban multitud de caballeros jóvenes, ansiosos de botín y gloria, bromeando y riendo a costa de los incautos sajones a los que iban a saquear. Los preparativos fueron minuciosos pero efectivos, y pronto tres navíos pertrechados para la guerra partieron hacia el este siguiendo la costa.
El viento marino henchía las velas, y la sal mojaba los labios de los caballeros, poco habituados a las aguas que bañaban las orillas de Britania, pero aún así, sus ojos brillaban con la anticipación de la batalla. Pronto alcanzaron su destino, cerca de Devensey, donde, al rodear un promontorio, pudieron ver los navíos del propio rey Aelle en la orilla, siendo reparados.

Los sajones, al avistar los barcos britanos, dieron la alarma a la fortaleza cercana, y comenzaron a aprestarse para el combate. Los britanos desembarcaron, y pronto se pusieron en formación. Sir Madoc, recordando las dotes estratégicas que Sir Garrick había demostrado en Mearcred Creek, le otorgó el mando de un batallón, el situado en el flanco izquierdo, dónde se encontraban el resto de sus camaradas. Mientras tantos, los sajones habían formado una línea de defensa, un muro de escudos improvisado pero valeroso, dispuestos a vender cara su derrota, sabiendo la importancia que los navíos tenían para los intereses del Bretwalda Aelle.

Sir Madoc alzó el brazo, y los corceles de batalla se pusieron en marcha. Los poderosos cascos hollaban la fina arena de la playa, atronando a su fulgurante paso. El sudor corría por la espalda de los caballeros, sus gargantas abiertas en un ronco grito de furia, la lanza aferrada con fuerza mientras se abalanzaban contra sus enemigos, convertidos en un muro indistinguible de vociferantes sajones.


El impacto fue brutal, como el de un millar de árboles cayendo al unísono, y por encima del rumor del oleaje se escuchaban los relinchos de las monturas, los gritos de agonía y las imprecaciones de los combatientes. El batallón de Sir Garrick, guiado con habilidad, se incrustó entre los enemigos como la hoja de un cuchillo cortando mantequilla. Garrick impactó a un sajón con su lanza y lo lanzó por los aires, secundado por el Oso de Salisbury y Sir Loic el Caballero Juramentado, que solamente dejaban la muerte tras su paso.

Pero sin duda, no hubo mayor guerrero ese día que Sir Langley, cuyo odio por el perro sajón inflamaba sus venas como si fuera lava volcánica. Quien los veía luchar pensaba que los ejércitos divinos habían tomado forma humana, destrozando enemigos a diestro y siniestro.

Sir Garrick, espoleando a su montura, lanzaba tajos a sin parar, mientras llevaba a su batallón hacia lo más encarnizado de la batalla, empapado en sangre sajona. A su vera, el Oso de Salisbury hacía honor a su nombre, y parecía una bestia empuñando su decorada hacha, cercenando enemigos como un carnicero.

El Caballero Juramentado, sin más protección que su armadura y su habilidad, movía su refulgente lanza como si fuera una avispa, alanceando una y otra vez al enemigo. Y Sir Langley, completamente poseído por el furor de la batalla, partía enemigos por la mitad de un solo golpe, como las leyendas de los antiguos héroes.

Durante unos momentos se mascó la tragedia, pues el batallón parecía que iba a ser rodeado, pero nadie podía aguantar a semejantes héroes luchando de esa forma, y al final, quebraron la línea defensiva, arrasando a los pocos sajones que se les enfrentaban.

Sin perder un segundo, Sir Garrick dirigió a sus hombres hacia los barcos, eliminando los soportes que los sujetaban hasta que cayeron de costado, y luego prendiendo fuego a la madera, no sin antes recoger uno de los estandartes del rey Aelle como botín de guerra. Los sajones, huyendo en desbandada, se refugiaron en la fortaleza, un pequeño castillo de montículo y patio de armas, pero el Príncipe Madoc no quería perder el tiempo, y tras saquear a los cadáveres, ordenó partir de nuevo.

El príncipe, que como el resto de su ejército, había visto la carnicería que los caballeros habían causado en las hordas bárbaras, llamó a los héroes a su barco, el Puño de Britania, incluyéndolos en su plana mayor y confiándole sus planes a corto plazo.

Los navíos surcaron las aguas nuevamente, en busca de nuevos enemigos…